Viernes, 07 de noviembre
PROVINCIALES

El escritor y su obra/Por Claudio García

La obra de un escritor no se define por sus intenciones sino por sus resultados.

La obra de un escritor no se define por sus intenciones sino por sus resultados. La calidad de una obra no tiene nada que ver con la posición ideológica en la que se encuentra ubicado su autor. Andrés Gide decía que generalmente con bellos sentimientos se hace mala literatura. Para José Pablo Feinmann, el escritor, filósofo y ensayista recientemente fallecido, la literatura deliberadamente comprometida, salvo honradas excepciones, suele ser pésima y a los supuestos destinarios generalmente no les interesa porque lo que les pasa ya lo saben demasiado bien.

Creo que para cada escritor su obra es en última instancia un fin en sí mismo, al margen que decidan un camino más inclinado a lo estético o, por el contrario, hacia lo social, muchas veces por estar en línea con tal o cual compromiso ideológico. Todos escriben porque no pueden evitarlo. Como dijo el escritor dominicano Virgilio Díaz Grullón, lo hacen “porque una fuerza irresistible sobre la que no tienen ningún control los impulsa a arrojar sobre un papel en blanco ideas que lo angustian y torturan y de las que debe desprenderse a toda costa”.

En un libro que recopila las citas y aforismos de Kafka uno descubría que casi todos los compromisos cotidianos, de vida o familiares que tenía que asumir le resultaban penosos, a excepción de la escritura. Por ejemplo, el escritor tenía la  cruda sensación que las horas de su trabajo le robaban “un trozo de su carne”.  Señalaba que: “…en mí todo está preparado para un trabajo poético, y semejante trabajo sería para mí una solución celestial y una verdadera manera de cobrar vida, mientras que aquí en la oficina, por un miserable legajo, tengo que robarle un trozo de su carne a un cuerpo capaz de semejante felicidad”. Deténganse un poco en el peso de esa frase. Kaffa como escritor acercaba su cuerpo a la ‘felicidad’, Kafka como empleado, sentía que le desgarraban ese mismo cuerpo.

Otros escritores también reflejaron certeramente esta sensación de que la obra se impone, es una necesidad. Gelman tiene el  poema  “Confianzas” que dice: “Se sienta a la mesa y escribe/ con este poema no tomarás el poder dice/ con estos versos no harás la Revolución dice/ ni con miles de versos harás la Revolución dice/ y más: esos versos no han de servirle para/ que peones maestros hacheros vivan mejor/ coman mejor o él mismo coma viva mejor/ ni para enamorar a una le servirán/ no ganará plata con ellos/ no entrará al cine gratis con ellos/ no le darán ropa por ellos/ no conseguirá tabaco o vino por ellos/ ni papagayos ni bufandas ni barcos/ ni toros ni paraguas conseguirá por ellos/ si por ellos fuera la lluvia lo mojará/ no alcanzará perdón o gracia por ellos/ ´con este poema no tomarás el poder dice/ con estos versos no harás la Revolución dice/ ni con miles de versos harás la Revolución dice/ se sienta a la mesa y escribe”. Y sí, se escribe porque se debe escribir.

Con argumentos similares alguna vez me metí en esa ya vieja polémica de si existe una literatura regional y si los escritores de acá tenemos una identidad patagónica. Dije en ese marco que encajarle a un escritor la carga de la identidad era algo parecido a quienes quieren calzar a un escritor con un determinado compromiso estético o social. Y no porque no crea que se necesita cierta identidad, por ejemplo, una identidad nacional o una identidad latinoamericana, en el sentido de recuperar ciertos hechos de nuestro pasado histórico, el ejemplo y la conducta de ciertas personas o manifestaciones culturales y luchas de nuestro pueblo necesarias como acicate para construir un mejor futuro. Y en este sentido, sólo en este sentido, está bien que hablemos de recuperar identidad porque en general el poder, las clases dominantes, suelen imponer una historia y una educación que oculta o niega esos elementos revulsivos, que pueden empujar a que colectivamente cambiemos algunas cosas que no nos gustan. Pero está también el concepto metafísico de la identidad. Bajo el cual la escritura no sería obra de autores individuales, sino que los escritores nos transformamos en algo así como instrumentos de una entidad superior que sería la región, la región patagónica, o la Patagonia a secas. Y el contenido de esa identidad sería incluso de una región o una Patagonia sesgada, sin ciudades, sin nada urbano. Una Patagonia exclusivamente rural, incontaminada de modernidad, telúrica. Un ejemplo de esto es que cuando se habla de literatura patagónica en un diario o una revista, o cuando se edita una antología de literatura patagónica, suelen elegirse cuentos o poemas con historias que casi siempre transcurren en un contexto de meseta, coirones, ovejas, etc. Y por supuesto que no tengo nada contra este tipo de literatura. Un escritor por ejemplo que vive en plena meseta, aislado, en un pueblito rural o de montaña, está bien, si quiere, que escriba sobre lo que conoce, sobre su medio. También por aquello de ‘pinta tu aldea y serás universal’ como aconsejó León Tolstoy. Pero también hay que decir que la mayoría de la población patagónica se concentra en ciudades, algunas muy grandes, de más de 100 mil habitantes, entonces el paisaje y las preocupaciones pueden ser tranquilamente urbanas. Y la obra de un escritor de esas grandes ciudades puede caracterizarla obviamente contenidos muy alejados del estereotipo de escritor patagónico que se suele difundir, atado a ese concepto de identidad que como dije es metafísico y falso.

Aclarado esto, habría que hablar de preferencias. Y en este sentido creo que hay que reivindicar a la escritura o al lenguaje como comunicación. Es decir, creo en las palabras que se escriben para comunicar, para que nos entendamos. Y lo digo porque se encuentra aquí y allá  una literatura, sobre todo una poesía, que hace hincapié en el sentido sonoro de las palabras pero no en el contenido. Prima lo abstracto, lo exasperadamente intimista, en fin, un lenguaje, una escritura, totalmente alejada de toda intención comunicativa. No digo que no sea legítimo, cada uno tiene derecho a escribir como quiera, pero considero realmente importante que prime una literatura que comunique, que pueda ser entendida, sobre todo en estos tiempos en que  cuesta mucho imponer proyectos colectivos y  campea sin tantas trabas el individualismo. Una literatura que comunique, que quiera entenderse con el otro para ayudar a tomar conciencia sobre ciertas cosas, para cambiar malas e injustas realidades o más no sea para conmover, para compartir alegrías o tristezas, para entender al otro, para difundir algunas verdades o ciertos valores. O que no aburra como quería Eduardo Galeano. El escritor uruguayo decía algo muy interesante, la primera ley del escritor es no aburrir y la segunda que en ningún caso la diversión se convierta en narcótico.

En fin, me gusta esto de una escritura que comunique, que genere lazos, palabras que como escribió Whitman sean flores reales, no flores de cera. Y además de comunicar prefiero también al escritor que tiene un compromiso con sus semejantes. Compromiso que puede asumir distintas formas y gradaciones, que puede ser social, de denuncia, educativo, político o la simple y llana solidaridad. Creo, como escribió alguna vez Cortázar, que ningún escritor o intelectual después de estar conviviendo a diario con pequeñas y grandes injusticias con pequeñas o grandes desigualdades “puede volver a sus libros como si no hubiera pasado nada, no puede seguir escribiendo con el confortable sentimiento de que su misión se cumple en el mero ejercicio de una vocación de novelista, de poeta o de dramaturgo”. Cortazar decía entonces que no se proponía renunciar a su solitaria vocación de cultura, a su empecinada búsqueda ontológica, a los juegos de la imaginación en sus planos más vertiginosos, pero sí asumir “una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo como colectividad y humanidad”. Porque sólo aquellos que respondan a esta pulsión justificarán con su acción ese oficio de escribir para el que hemos nacido.

También habría que decir, para finalizar, que el compromiso que uno prefiere asuma un escritor es el que debería tener cualquier ser humano. El escritor no tiene un oficio por el cual merezca mayor reconocimiento que cualquier otro trabajador. Y por lo tanto no debería destacarse su eventual compromiso en mayor medida que el que tenga cualquier otra persona. Haroldo Conti fue uno de nuestros escritores que rechazaba precisamente esa aureola que generalmente se le colocaba al escritor o que generalmente se autocolocaban los escritores. Decía: “¿Qué diferencia hay entre lo que hacía mi abuelo, que era carpintero, o mi padre, un tendero y vendedor ambulante, y lo que hago yo? Mi abuelo manejaba el serrucho y la garlopa; yo manejo mi máquina de escribir, mis ideas y un lenguaje. Ni siquiera estoy exceptuado del esfuerzo físico. No quiero que mi oficio me destaque o jerarquice: como dice Mario Benedetti, `no hay prioridades para el escritor´. El único privilegio al que puedo aspirar es que algún día mis compañeros albañiles o mecánicos me reconozcan como uno de los suyos. Y así como alguien podría decir `mi orgullo es ser albañil´, yo diré `mi orgullo es ser escritor´, el de construir historias tal como el albañil construye casas”.

Noticia Anterior

Un mar de gente disfrutó con Banda XXI, el cierre de la Fiesta del Mar y el Acampante

Noticia Siguiente

Primer TEDxViedma

Comentarios

  • Se el primero en comentar este artículo.

Deja tu comentario

(Su email no será publicado)

🔔 ¡Activa las Notificaciones!

Mantente informado con las últimas novedades.