Miércoles, 05 de noviembre
REGIONALES

“MétodoMorello para no separarse” y otros cuentos/Por Claudio García

Nos amaremos en silencio. Comeremos en silencio. Nos vestiremos en silencio. Nos llamaremos por teléfono sólo para escuchar nuestra respiración.....


Nos amaremos en silencio. Comeremos en silencio. Nos vestiremos en silencio. Nos llamaremos por teléfono sólo para escuchar nuestra respiración.

Así lo habíamos acordado. No hablar.

Era estúpido. Muy estúpido. Pero nuestra relación se había ido deteriorando y como última alternativa antes de separarnos ella propuso que sigamos juntos conviviendo tres meses en absoluto silencio.

Lo de darnos una chance no me parecía mal, pero lo del silencio me parecía un delirio.

“¿Por qué?”, le pregunté.

Y allí me enteré que últimamente venía leyendo unos libros de alguien parecido a un psicólogo, un tal Parlo Morello. Libros de autoayuda, de acuerdo a la clasificación de las editoriales. En verdad veníamos tan mal que yo ya ni sabía qué carajo leía.

Morello, aparentemente, había construido toda una teoría del silencio, algo así como que la sociedad moderna le ha dado demasiada importancia a la palabra porque en realidad hay muy poco qué decir. El hombre vive tan enajenado por cosas materiales que la palabra pasó a ser algo así como el tul que esconde la realidad. El placebo. Hablar y hablar como para aparentar que uno está bien, pero en realidad, hablar y hablar porque no hay nada importante por decir y compartir. De allí el silencio. Usarlo para todo. Para mejorar el trabajo, para descubrir lo que uno quiere, para saber lo que se siente y… para mejorar la pareja.

Se han escrito tantas boludeces, desde los Evangelios por lo menos, que atender una más me daba lo mismo.

Si ella pensaba que era un camino aconsejable, lo tomaría. Después de todo no tenía claro si quería separarme o no. A lo mejor Morello y mi mujer tenían razón y el silencio ayudaría a redescubrir esas cosas por las que en un momento nos enamoramos.

Los primeros días la cosa no estuvo mal. Después de todo yo era, de los dos, el más hosco e introvertido. No hablaba tanto, a diferencia de lo que pensaba Morello. Mi mujer era la que le daba mucho a la parla y reconozco que terminaba cansando. Tanto bla bla bla muchas veces me perdía y terminaba en realidad haciendo que la escuchaba pero en la cabeza los pensamientos divagaban por otros andariveles.

Poder andar por la casa haciendo lo que se me cantara sin escuchar a mi mujer al principio no me desagradó. Hacer el amor en silencio, tampoco. Era como que coger se convertía en un hecho casi mecánico y menos trabajoso. Nada del parloteo previo, las gansadas del te quiero y el cuchi cuchi. Al palo y a la bolsa. Los hombres, en general, no tenemos tantas vueltas con el amor. Por todo esto el silencio, por un tiempo, no resultó incómodo. Pero el silencio, tarde o temprano, puede aturdir más que las palabras. Es como esa tortura china medieval de la gota cayendo en forma constante sobre la cabeza de un condenado. Parece una tortura menor, pero termina siendo de las peores que alguien puede soportar. Ese silencio continuo en la casa, entre nosotros, cada vez más se me hacía insoportable.

-Paremos un poco con esto del silencio- le dije un buen día, cansado del método Morello. Las cosas mejoraron un poco, pero si seguimos con esto del silencio me voy a volver loco.

-Mirá- me contestó. Morello escribió que se necesitan seis meses de silencio para empezar a hablar nuevamente y retornar de a poco a una relación mejor. Así que todavía faltan cuatro meses.

-¿Estás en pedo?  Primero me dijiste tres meses y ahora salís con seis. Cuatro meses más es una eternidad. Si ya el amor es algo complejo, qué puede saber Morello de cuántos meses se necesitan para que su método, de por sí extraño, de resultados. ¿Querés que compre un loro para hablar con alguien? Yo así no puedo seguir.

-Mirá, yo voy a respetar los seis meses. Si verdaderamente querés que recuperemos nuestro amor hacé el sacrificio y aguantate cuatro meses más. Estoy segura que Morello tiene razón, y además estaré convencida de tu amor si hacés el sacrificio de no hablarme por cuatro meses más.

Como no quería que me culpara después de no haber hecho el esfuerzo por evitar el divorcio, le dije que sí, a pesar de mis reparos y que sabía iba a costar muchísimo no hablarle por varios meses más.

Y así siguió la cosa. Como dos mudos habitando en una misma casa. Me contenía y no le hablaba, pero esto cada vez me afectaba más y estaba en un grado de stress y nerviosismo que si me hubiera encontrado cara a cara con el tal Morello le hacía tragar sus libros y también las obras completas de Freud.

En realidad yo ya había perdido la cuenta de cuánto faltaba para terminar esa especie de “voto de silencio” benedictino que me habían impuesto.

Un buen día, cuando regresamos a la casa del trabajo, ella me sonrió y anunció: “¡ya podemos hablar!”.

Esperó que yo le respondiera con alegría, que la abrazara, que le dijera que la amaba.

-¡Andate a la reputa madre que te remil parió!- le grité sin pensarlo, sin contener la bronca reprimida que venía acunando por el método Morello.

A los pocos días nos divorciamos.

TREN FANTASMA

Por alguna razón que ignoro, en las noches se escucha el pitido del tren pasando por el pueblo. Lo raro es que hace 10 años que las vías están abandonadas.

Mi pueblo, como tantos otros, quedó sin ferrocarril por decisión de unos burócratas estúpidos del gobierno que esgrimieron como excusa el déficit financiero del servicio.

A los pocos días de haberse cerrado el ramal que nos comunicaba con algunas grandes ciudades, se escuchó claramente el sonido del tren. Todo el pueblo salió a ver, esperanzado que quizás se había retrocedido en la medida de la clausura del servicio, y el ferrocarril seguiría funcionando. Pero no. Todos claramente escucharon los pitidos y el ruido de las ruedas sobre los rieles, acercándose, pasando por la estación y alejándose del pueblo. Pero las vías seguían vacías.

Se dieron mil explicaciones, se hicieron miles de especulaciones. El hecho se fue repitiendo sin que nadie encontrara una respuesta razonable. Lo maravilloso se fue convirtiendo en algo rutinario y, al final, después de tantos años, todos nos acostumbramos a escuchar en las noches el paso de un tren en un pueblo sin tren.

Una vez no pude resistir la tentación y al escuchar el sonido del  tren acercándose al pueblo, corrí a la estación y me tiré sobre las vías. Cerré los ojos y escuché nítidamente que un tren se acercaba. Mi cuerpo incluso temió el impacto cuando los sonidos indicaron claramente un tren acercándose. Por unos segundos sentí como que el sonido del tren y una ráfaga fuerte de viento atravesaban mi cuerpo, y fugazmente en mi cabeza se mezclaron imágenes del interior de un tren de pasajeros, pero con  el  maquinista, los pasajeros y  los guardas llorando a moco tendido.

Cuando conté de esta experiencia a otras personas del pueblo, se vieron tentados a hacer lo mismo. Y cada uno de ellos tuvo la misma sensación y las mismas tristes imágenes en su cabeza. 

Una noche resultó que más de cien personas nos encontrábamos en la estación esperando el sonido del tren y deseosos de atravesarnos en la vía para sentir su paso y las difusas imágenes de las caras llorosas que viajaban en él. A alguien se le ocurrió una infantilada. Parado en la vía, se agarró de la espalda de su vecino como haciendo un trencito. Naturalmente todos lo copiamos. Y cuando claramente el sonido entraba en la estación comenzamos a correr en fila por las vías, acompañando al tren fantasmal e imaginario con nuestro trencito humano e infantil.

En un momento todos repetimos la misma sensación del sonido y el viento atravesándonos, pero las imágenes de los pasajeros eran distintas.

Ya no lloraban.

Sonreían.

EL PROTECTOR

Era doctor en un pueblito muy chico de mi provincia. Al ser la única persona instruida, los vecinos no sólo le consultaban por algún problema físico. Sino por cualquier cosa. Lo consideraban una autoridad, la única autoridad en kilómetros a la redonda.

El doctor ya estaba acostumbrado a ese rol que debía cumplir en ese pequeño lugar alejado del mundo.

Un joven que se quería casar con la chica con la que noviaba hacía unos meses lo fue a ver. Quería que el médico le confirmara si su novia tenía las suficientes aptitudes matrimoniales. No se quería equivocar.

Era la primera vez que tenía un pedido de esa naturaleza. Lo habían consultado por diferendos entre parientes, por problemas de animales y de cultivos. Por la mejor manera de invertir unos pequeños ahorros. Por muchas y variadas cosas. Pero esto sí era raro. Lo pensó unos minutos, y le dijo al dubitativo pretendiente: “Decile a tu novia que me venga a ver”.

La novia lo fue a ver, y en verdad era muy linda. El, que ya era un cuarentón, y que había sido abandonado hacía varios años por una mujer que no soportó vivir en un lugar tan alejado de las comodidades y atractivos de una gran ciudad, no pudo evitar tomarse en serio el encargo y terminó teniendo sexo con la joven.

Al día siguiente, cuando el ansioso novio lo fue a ver, el doctor le respondió con una sonrisa: “Es la chica adecuada, así que podés casarte tranquilo que las cosas van a andar bien”.

El novio, agradecido, se encargó de difundir en el pueblo que el doctor tenía también la cualidad de aconsejar sobre algo tan difícil de predecir como si era adecuado o no tal o cual matrimonio. Fue así que ante cada noviazgo serio del pueblo, los novios mandaban a sus parejas al doctor para que éste les confirmara si la elección era acertada. Esta intervención del doctor se extendió luego a pedidos de otro tipo, aunque no tan disímiles: el de maridos que tenían conflictos con su mujer. “Dígale a su mujer que me venga a ver, que yo la voy a aconsejar bien”, les decía.

“Un profesional como vos podría prosperar en cualquier gran ciudad. ¿Porqué te gusta vivir en este pueblito”, le preguntó una vez un amigo?

“Porque las mujeres comparten un secreto que los hombres ignoran”, respondió en forma enigmática.


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