Miércoles, 05 de noviembre
TITULARES

Las tierras y el interés nacional/Por Claudio García

Cada 6 de noviembre se celebra el Día de los Parques Nacionales. Una historia de la tierra en el país, donde predominó el latifundio y la extranjerización.

Cada 6 de noviembre se celebra el Día de los Parques Nacionales ya que fue en esa fecha de 1903 cuando el perito Francisco Pascasio Moreno donó al Estado Nacional “tres leguas cuadradas (7.500 hectáreas) en la región situada en el límite de los territorios de Neuquén y Río Negro, en el extremo oeste del lago Nahuel Huapi, con el fin de que sea conservado como parque natural”. Constituían una gran parte de las tierras que el estado nacional le había cedido a Moreno como retribución por la demarcación de la frontera entre Argentina y Chile que había realizado en forma gratuita. Efectivamente con la donación se creó el primer parque nacional  y el tercero que existía en el mundo, después de los de Canadá y Estados Unidos. Posteriormente el paleontólogo, explorador y geólogo vendió el resto de las tierras que le había dado el Estado para mantener comedores escolares y  la construcción de un complejo de escuelas en donde se impartiera educación gratuita a los niños sin recursos. Por supuesto que la figura de Moreno es muy polémica, y junto con sus virtudes, que las tuvo, hubo otras muy censurables más allá que deben ser consideradas en el contexto de su época. Especialmente la exhumación de los cadáveres de integrantes de los pueblos originarios para “ponerlos al servicio de la ciencia”, según se justificaba, y la exhibición luego de sus esqueletos, durante más de un siglo, en las vitrinas del museo de La Plata. Peor el hecho de que, además de los esqueletos, Moreno alojó en el flamante Museo de la Plata a un grupo de indígenas vivos: los caciques Foyel e Inacayal con sus familias, sobrevivientes y cautivos de las tropas del General Roca. Hay mucha bibliografía donde se puede indagar de la vida de Moreno, pero volviendo al hecho de su donación de 7.500 hectáreas para crear el primer parque nacional, esto constituye una buena excusa para hablar del tema general de la historia de las tierras y el interés nacional, y, especialmente, su concentración en pocas manos. El gesto de Moreno toma relevancia porque fue la gran excepción en un momento en que se regalaban las tierras conquistadas a los pueblos indígenas a 400 pesos la legua o se remataban en Europa 24 mil leguas cuadradas de tierra patagónica.

Una manera de contar nuestra historia, en lo que hace al fracaso de una Nación totalmente independiente y desarrollada, tiene que ver con el uso y aprovechamiento que hemos hecho de la tierra. A diferencia de lo que se hizo en Estados Unidos donde la colonización del oeste significó en la gran medida la multiplicación de granjas o farms, aquí, desde los albores de nuestra Nación, se privilegió el latifundio y prevaleció la ganadería sobre la agricultura. Mientras “la patria de Franklin y Lincoln marchaba a la vanguardia, produciendo casi todos los días un nuevo invento agrícola”, como escribió Luis Franco, aquí se concentraba en pocas manos la tierra; se reproducía el latifundio para la producción ganadera.

Ese fue el modelo que se fue construyendo y que se consolida con la Generación del ’80, con una oligarquía terrateniente como burguesía dominante, productora de materia primas, e importadora de manufacturas, principalmente provenientes de Inglaterra. Este esquema de dependencia constituye la raíz de nuestro desarrollo trunco, y explica también porque muchas tierras quedaron en manos de extranjeros, sobre todo en la Patagonia.

Pero conviene resumir esta historia de la concentración de tierras en pocas manos.

Ya a principios de 1820 el interés británico por nuestros cueros fue de la mano con el interés creciente de “los viejos hacendados”  en la tierra pública, como señaló el historiador V. F. López. La Ley de Enfiteusis de Rivadavia, aunque teóricamente proponía la distribución racional de la tierra para fomentar la agricultura y una multiplicación de colonos, en la práctica produjo lo contrario. Fueron “los grandes terratenientes y hacendados que ya tenían tierras desde la época de la Colonia” los que se aprovecharon y “253 personas tomaron en propiedad 1.264 leguas cuadradas de tierra”, como escribió J. J. Sebreli en “La saga de los Anchorena”. La lista de enfiteutas fue encabezada por apellidos famosos, como Anchorena, Alvear, Azcuénaga, Alzaga, Rosas, Lacarra, Borrego, Díaz Velez, Otamendi, Lezica, entre otros. El proyecto de inmigración de Rivadavia fue “naturalmente” saboteado si tenemos en cuenta que la comisión para contratar colonos europeos estaba presidida e integrada por notorios hacendados. Por eso: “A su amparo –Ley de Enfiteusis”- la ganadería acentuó su dominio”, como escribió Gastón Gori en “Inmigración y colonización en la Argentina”. Gori agrega: “La  liquidación de la enfiteusis comienza con el decreto del 9 de junio de 1832. Las donaciones de tierra de media legua de frente por una y media de fondo ‘en el Arroyo del Azul y campos fronterizos de pertenencia del Estado’ distribuidas por ‘personas que el gobierno se reserva nombrar según lo estime conveniente’, inician una época en que el favor político y la persecución a los adversarios se ejercen mediante los bienes territoriales de propiedad pública”. De este modo “la tierra distribuida fue poco a poco a caer en manos de acaparadores que nunca colonizaron”, como escribió Jacinto Oddone, y así la pampa “se convirtió en feudo de pocas familias”.

En mayo de 1836 se realiza una venta de 1500 leguas cuadradas de tierra pública y los adquirentes siguieron siendo los mismos apellidos Anchorena, Alzaga, etc.. Luis Franco señala que 85 estancieros enfiteutas detentaban 919 leguas de tierra “en cuya posesión habían entrado sin desembolsar un centavo ni pagar el canon”. También Rosas y otros amigos hacendados fueron ensanchando sus tierras “vendimiando a dos manos como intermediarios entre los indios y el gobierno”.

En la campaña al desierto de Rosas de 1833 ya se insinúa lo que pasaría con la campaña al desierto de Roca. El propio Rosas “rechaza” la Isla de Choele Choel  que le fuera donada “por derrotar a los indios”, pero con la condición que le otorguen “en igual forma una extensión de 50 o 60 leguas cuadradas en cualquier punto de los campos de la provincia… que designe a su elección el infrascripto”.

El país se va midiendo en términos de latifundios. Según Avellaneda en 1840 unas 293 personas poseían  3.436 leguas de tierras, y según Sarmiento, unos años después, 52.000 millas cuadradas, tres veces la superficie de Inglaterra, estaban en manos de 825 propietarios. Con la caída de Rosas no cambia nada y la tierra pública se siguió repartiendo “entre los feligreses respetables”, como escribió Luis Franco.

Las distintas leyes en este sentido de 1855, ’56, ’57, ’58 y ’59 terminaron beneficiando a los mismos “pobladores y colonizadores” del tiempo de Rosas, los mismos que reincidirían 30 años después con Roca.

“Disfrazados ayer de enfiteutas, hoy de arrendatarios, de colonizadores, de conquistadores del desierto, de servidores de la civilización y el crucifijo, son los tragaleguas de siempre”, sentenció Luis Franco en “La pampa habla”.

Con Roca, las 15.000 leguas conquistadas hasta Río Negro, más las 20 de la Patagonia –varios países europeos juntos- fueron repartidas entre los mismos apellidos que venían usufructuando de la tierra pública.

Una familia muy conocida por los argentinos, la de los Martínez de Hoz, se hizo de 1.000 leguas pagando 300 mil pesos solicitados por Avellaneda para financiar la expedición de Roca. Cuando a principios de la década del ’80 llegan al país casi un millón de inmigrantes con el afán de hacerse de un pedazo de tierra, se dicta la ley 1.501 que sirve para distribuir la tierra, no a esos esperanzados colonos, sino a “los militares que han hecho la campaña al desierto” (Luis Franco). Primero se reparten casi 5 millones de hectáreas entre los herederos de Adolfo Alsina, jefes de frontera, jefes de batallón, sargentos mayores, capitanes, tenientes, subtenientes y soldados (aunque a estos últimos les toca sólo unas 100 hectáreas, mucho menos que las 8.000 que les correspondía a cada jefe de frontera). Posteriormente se reparten otros 3 millones de hectáreas entre 154 uniformados. Todo este proceso teñido de corrupción, robo, acaparadores, agentes y reventas terminó consolidando los latifundios, algunos con más de un millón de hectáreas (Oddone) y aquí está la causa de la distorsión y detenimiento del progreso del país.

En Estados Unidos, entre 1860 y 1910, las granjas pasaron de 2 millones a 6 millones, creando un inmenso mercado de consumo para la industria propia, “mientras entre nosotros ocurría canónicamente lo contrario” (Luis Franco).  Ismael Viñas escribió en “Economía y dependencia” que entre 1876 y 1893 se enajenaron 42 millones de hectáreas de tierras públicas, llegando a subastarse 400 leguas en una sola operación en Londres a $ 0,48 la hectárea.

Sebreli en los ‘60 (antes de su giro ideológico derechoso) escribió  en “Los  oligarcas” que: “En los comienzos del siglo XX la tierra estaba completamente repartida. El censo nacional de 1914 indicaba la existencia de 2.958 propiedades de 5.000 a 10.000 hectáreas; 1.474 de 10.000 a 25.000, y 485 de más de 25.000 hectáreas”. En 1971 todavía se calculaba que 1 % de los propietarios tiene en su poder el 70 % de la tierra explotable y unas 272 personas poseían casi la sexta parte de la provincia de Buenos Aires.

En la Patagonia muchas estancias fueron quedando en manos de  ingleses, ya que eran “los socios” del modelo instaurado por la oligarquía terrateniente. Como ésta ya poseía las tierras más ricas de la pampa, prefería que los civilizados y admirados ingleses se hicieran de grandes latifundios en la Patagonia. Estos fueron ampliando sus dominios pagando “una libra esterlina por cada par de orejas de indio que entregaban”, como reconoció a principios del siglo XX el propietario inglés de la estancia “El Tehuelche” de Santa Cruz. Para ello se usaban como matarifes a muchos “empleados” también ingleses de nacionalidad. Estos estancieros eran en su mayoría socios del Jockey Club de Buenos Aires, que reunía a los principales oligarcas argentinos, y aunque izaban la bandera inglesa en sus estancias, integraban también la tan argentina Liga Patriótica que perseguía a obreros anarquistas. Los ingleses se hicieron de tierras no solamente sustituyendo los onas y tehuelches por lanares, sino también sobornando y comprando a los funcionarios enviados a la Patagonia por el poder central, proclives a ello por la carencia de comestibles y artículos de primera necesidad “que sólo de tarde en tarde y en cantidades exiguas se recibían al arribo, cada seis, ocho y hasta diez meses, de un transporte de la armada nacional”, según escribió José María Borrero. 

A principios del siglo XX sólo algunos patriotas, como el juez  Ismael Viñas, pusieron un poco de coto a esta rapiña y frenaron las fraudulentas exportaciones que se hacían de lanares sin ningún pago de derechos a las autoridades nacionales. En síntesis, toda esta historia explica en gran medida la desidia que siempre se tuvo con las tierras y por qué, todavía hoy, un extranjero puede venir y comprar miles de hectáreas de tierras extremadamente ricas. 

Una política responsable en este sentido, que proteja la fuente de los recursos hídricos y las tierras de frontera,  y que facilite el desarrollo productivo a favor de nuestros compatriotas, sólo es posible en correspondencia con un proyecto nacional.

Durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner se implementaron algunas políticas que apuntan en este sentido, en contraste de las vigentes en la década del ’90 que en gran medida posibilitaron que muchos extranjeros millonarios pusieran la vista en nuestro país. Pero el gobierno macrista significó nuevamente al aliento a que los Turner, los Lewis y otros extranjeros consolidaran y expandieran sus ‘enclaves’ en la Patagonia y otros puntos del país, (la Ley de Tierras impulsada por el kirchnerismo que limitaba la posesión extranjera de tierras a 1.000 hectáreas por propietario, aunque no fue retroactiva, fue flexibilizada por Macri), cuestión que muy tibiamente se intentó regular en el actual gobierno que sucedió al de Cambiemos. El listado de los dueños de la Patagonia lo encabeza el Grupo Benetton (Italia) con 900.000 hectáreas.

Hay que frenar la extranjerización de la tierra, revertir aquellas ventas evidentemente ilegales, donde el caso más emblemático es el de Joe Lewis, en zona de frontera y con apropiación de un lago, y, además de reparar las demandas justas de las comunidades indígenas de todo el país en este sentido, se impulse su acceso  a los emprendedores nacionales, sean agrícolas, ganaderos, industriales, de servicios y comunitarios, con planificación y apuntando al interés nacional, contemplando además un equilibrio con el resguardo medioambiental de nuestro patrimonio natural.

 

 

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