Viernes, 24 de octubre
REGIONALES

Adriana Puiggrós y las condiciones para la no resignación política/Por Claudio García

Allá por el 2014 compré el libro “Rodolfo Puiggrós/Retrato familiar de un intelectual militante”, escrito por su hija Adriana Puiggrós.

Allá por el 2014 compré el libro “Rodolfo Puiggrós/Retrato familiar de un intelectual militante”, escrito por su hija Adriana Puiggrós. Por mi interés en la política, en la historia, en la evolución de los partidos de raigambre popular y corrientes de izquierda en la Argentina, pensé que el libro sería muy interesante para profundizar algunos aspectos de la vida y la obra de quien evolucionó del PC a la corriente llamada de izquierda nacional y adscribió en sus últimos años a Montoneros, integrando la conducción en el exilio hasta su muerte en noviembre de 1980.

En cierta medida el libro de Adriana Puiggrós no fue lo que esperaba, dado que la mayoría de sus capítulos tiene un anclaje más en la historia familiar –sus abuelos, su madre-, que en los aspectos intelectuales y militantes de su padre. No obstante hay un capítulo –el primero- y el epílogo muy interesantes, que son los que en cierta medida me llevaron a reflexionar algunas cosas que voy a volcar en esta nota.

En el primer capítulo cuenta con detalle algo que todavía muy pocos saben, que el cadáver de Rodolfo Puiggrós fue embalsamado por decisión de la conducción montonera, a espaldas de la familia. ¡Qué contradicción que la expresión de una izquierda que en sus inicios se vio como renovadora y antiburocrática, terminara cayendo en una faceta propia de la peor izquierda, la stalinista! Porque estamos hablando de alguien que se había alejado del PC no sólo porque este partido no entendía el fenómeno nacional en los países dependientes del imperialismo, sino porque el stalinismo resultaba para los comunismos satélites axficiante, reflejo del totalitarismo impuesto dentro de las fronteras nacionales de la URSS.

Qué duda cabe que uno de esos aspectos repudiables del stalinismo fue el culto al líder e impulsar en este marco rituales propios de un pensamiento retrógado, como fue en su momento embalsamar el cuerpo muerto de Lenin.

Como pensador relevante dentro del panorama político que va de la década del ’30 al del ’70 Rodolfo Puiggrós terminó en cierta medida en el vértice opuesto del stalinismo característico del PC de gran parte del siglo XX. Sin embargo, al morir fue embalsamado, lo que constituía un insulto a sus convicciones.

Esto marcaba a la vez el grado de descomposición, en términos políticos, al que había llegado la conducción montonera. Se pregunta Adriana Puiggrós en su relato: “¿Qué articulación perversa permitió que el cuerpo de mi padre, crítico acérrimo de la burocracia soviética, fuera tratado con técnicas cubanas herederas de las que aplicó el patólogo Alexei Ivanovich Abrikosov al cuerpo de Lenin por orden de Stalin, quien descalificó el pedido que el propio Lenin había hecho en su testamento de ser enterrado en Petrogrado junto a su madre?”  Y agrega: “(...) ¿qué siniestros vínculos entre la muerte y los rituales de la política se construyen en nuestro país?”

Ella ensaya una respuesta muy lúcida: “La lista de célebres argentinos cuyos restos fueron secuestrados, mutilados o embalsamados para su uso político revela situaciones de insuficiencia o de profundo agotamiento de la capacidad de construcción discursiva de los sujetos políticos y sociales. Quienes intentan detener el tiempo de las biografías, desviando el destino de los cuerpos, arrancándoles pedazos para acomodar las imágenes a un fin inmediato, muestran graves dificultades para proponer un futuro al cual sólo conciben como reflejo propio”.

Sin dudas, una cosa es el homenaje a un líder fallecido, como vimos hace no tantos años en nuestro país con Néstor Kirchner, y otra transformar un cuerpo muerto en un objeto maleable y atarlo al deseo de un grupo de vivos sin escrúpulos. Aunque se disfrace de homenaje.

Después de todo, casi todos los partidos hacen un uso político de sus líderes muertos, basta mencionar los casos de Yrigoyen, Perón, Alfonsín y Néstor Kirchner. Pero una cosa es mantener la memoria de sus trayectorias, la construcción de un universo mítico alrededor de esas figuras como acicate legítimo a la construcción política presente, pero de allí a embalsamar un cuerpo para transformarlo en una especie de ‘dios’ hay un salto inexcusable de la política a “un siniestro mercado político”, como sugiere la propia Adriana Puiggrós en uno de sus párrafos.

En el epílogo del libro Adriana Puiggrós se da una autorreflexión sobre el concepto de “progreso” en la historia del que estuvo imbuido tradicionalmente la izquierda pero particularmente la llamada generación del ’70, la que consideró como inevitable el fin del capitalismo y la llegada del socialismo, a través o al margen del peronismo. Lo que denomina en el libro “la creencia iluminista en el progreso como ley fundamental”.

Reflexiona en este sentido que “las inasibles contingencias pueden interceptar cualquier supuesto devenir histórico”. Menciona en este marco que hechos de profunda inhumanidad, como el Holocausto hasta el asesinato de los adolescentes por reclamar el boleto escolar gratuito, hacen que la noción de progreso pierda “su carácter natural y necesario, se colma de conflictos y encuentra su posibilidad redefinida como meta, vinculada al deseo y a la voluntad de integrar trozos del pasado con el presente y el futuro”.

Sin dudas el concepto de progreso, tanto la concepción de una historia lineal y armónica del Iluminismo que siempre llega a buen puerto, como la historia como desarrollo de la racionalidad dialéctica -donde la historia avanza con contradicciones, pero avanza-, entró enteramente en crisis en el siglo XX.

Afirmar que inevitablemente la rueda de la historia corre hacia una mejor humanidad aunque “chorree sangre y lodo” (como decía Marx respecto al dominio del capital en el mundo) hace tiempo que no puede ser aceptado sin severos cuestionamientos.

Nunca creí en el progreso en la concepción Iluminista del siglo XVIII, “el progreso lineal, fatalista, efectuado según un determinismo absoluto o una finalidad ineluctable”, como escribió Juan José Sebreli en “El asedio a la modernidad”, pero si en el de Marx que a partir de la dialéctica de Hegel señalaba que el progreso de la historia no era armónico sino contradictorio, cada nuevo avance debe pagarse al precio de una renuncia, pero en fin, se avanzaba. La síntesis o superación (aufhebung) de la forma triádica dialéctica –tesis, antítesis y síntesis o superación-, la conciliación de los contrarios, es conocida como negación de la negación. Llevado a la historia, el progreso no es global, total, como lo planteaba el Iluminismo, sino por etapas, con logros parciales, pero logros al fin. Las barbaries eran históricamente necesarias, progresivas, porque permitían un mayor desarrollo de las fuerzas productivas, como por ejemplo la brutal y genocida colonización de América.

Hay críticas muy acertadas a la dialéctica que contiene ese tercer momento de la síntesis, base de la concepción de progreso por la cual la historia avanza de totalización en totalización, superándose y llegándose a nuevas síntesis.

Una surge de la escuela de Frankfurt a través de Theodor Adorno y Max Horkheimer con su dialéctica negativa. José Pablo Feinmann en “La filosofía y el barro de la historia” lo explica muy bien: “La propuesta de Adorno de una dialéctica negativa se proponer no detener el proceso dialéctico en una tercera instancia conciliatoria. ‘El todo es lo no verdadero’ apunta también a las aristas totalitarias de Hegel… Pero ese tercer momento de la dialéctica sería el de la totalidad-totalitaria. Además (y es aquí donde Adorno tiene su momento más eficaz) si la dialéctica recurre una y otra vez al concepto de superación (aufhebung) por el cual todo momento tiene su justificación en la cadena dialéctica, y todo momento se supera a sí mismo buscando una nueva síntesis que lo contiene, en tanto negado, pero que es el contenido de la nueva totalización dialéctica. Si la dialéctica —por decirlo claro— justifica todos sus momentos porque la historia se desarrolla de totalización en totalización, superándose y llegando a nuevas síntesis que, a su vez, se negarán para dar lugar (por la superación dialéctica, por la aufhebung que supera conservando) a nuevas formaciones dialécticas, el cuestionamiento de la Escuela de Frankfurt es: de qué es superación Auschwitz. ¿Podemos incluir a Auschwitz en el desarrollo de la racionalidad dialéctica? Ahí, dirán Adorno y Horkheimer, hay una ruptura insuperable. No hay aufhebung para Auschwitz”.

No hay dudas, sin embargo, que la historia es historia humana, la hacen los hombres. En ese marco, es posible mantener la esperanza que en el campo práctico de la historia, en el espacio-tiempo de la historia, los nazis del Holocausto y los generales argentinos del genocidio en la Argentina de la última dictadura terminen constituyendo retrocesos transitorios a un futuro colectivo donde primen la justicia y la igualdad.

Sin esa ilusión no se podría caminar, ni en política ni en la vida, y aquí me llega el eco de aquella conocida sentencia “para qué sirve la utopía, sirve para caminar”.

Adriana Puiggrós también termina expresando algo parecido: “(…) no resisto el deseo de volver a afirmar que la justicia social es posible. Que otros socialismos son posibles, claro que probablemente con la condición de decidirse a recuperar y transformar ciertos aspectos de la herencia y a generar formas inéditas de organización política”.

 

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