Jueves, 23 de octubre
PROVINCIALES

“Apariencias” y otros cuentos de Claudio García

Selección de algunos cuentos del escritor y periodista de Viedma.

Selección de algunos cuentos. “Venta de yacs” y “Sueño con militares” integran el libro “El guardiacárcel guevarista y otros cuentos” de Ediciones El Camarote (2009), con prólogo del reconocido escritor e investigador en temas de cultura popular ya fallecido Juan Raúl Rithner y  dibujo de tapa del artista plástico roquense Chelo Candia. “Sentido común”, “Amor no correspondido” y “Vuelta al ruedo” integran un libro en preparación. “Mi otro yo” y Apariencias” pertenecen al libro “Método Morello para no separarse”, Ediciones Patagónicas “Vela al viento” (2013), con prólogo de Alberto Fritz y dibujo de tapa de Juan Marchesi.

VENTA DE YACS

En una de esas ferias internacionales que nunca faltan en Buenos Aires, donde se comercializa de todo, desde autos hasta libros, desde animales hasta artesanías, un vendedor voceaba su producto:

“Señoras y señores: Les presento a ustedes, directamente importado del Tibet, un auténtico Yac, lo que sería una vaca de esas regiones, con la particularidad que, influenciado por la religiosidad milenaria de sus habitantes, sabe meditar, levitar, realizar viajes astrales y otros ritos budistas como el monje más avezado.

Ustedes verán que no muge como cualquier vacuno: en lugar del tradicional “muuu…muuu”, dice un perfectamente audible “ommm…ommmm”, y cruza sus dos patas delanteras en señal de profunda concentración.

Ustedes dirán que es mentira, que sólo se trata de un animal domesticado para estas lides, pero no, hay más pruebas que certifican lo que les estoy diciendo. Si le permiten unos minutos de concentración, el Yac puede elevarse del suelo unos centímetros. A ver, ver… esperen unos minutos…. Ven, ven lo que les estoy diciendo, un mismísimo Yac, un animal de 400 kilos flotando… flotando… Miren, miren, se ha elevado a más de un metro… no… esperen… dos metros…. tres… ¡No, otra vez no…!”

El animal seguía elevándose, y el vendedor, gritaba desde abajo: “¡Despertá, despertá!.. ¡Bajá!, ¡bajá!…¡Yac estúpido…!”.

A los pocos segundos el animal se perdió de vista en los cielos, y el tipo que lo había traído a la feria puso cara de resignación, y se dirigió nuevamente al público…

“Sepan disculpar, pero a veces se concentra tanto que se olvida de todo… seguramente va a tardar un buen rato en volver. Sin embargo, no quiero que dejen pasar la oportunidad. Acá tengo otro Yac para ofrecerles, que no sabe nada de budismo, pero puede satisfacer el gusto del comensal más exigente. La mejor carne de Asia y al mejor precio.  No dude, vea a este noble animal y compre…”

SUEÑO CON MILITARES

Yo estaba en un sueño -mi yo inmaterial, como escribió O. Henry-, donde era algo así como un mendigo, sucio y harapiento, sentando en la boca de un subterráneo en Buenos Aires. Con la mano estirada pidiendo limosna. En ese momento, del interior del subterráneo aparece un ejército, ordenado, en fila de cuatro soldados, todos bien pertrechados. Mientras pasan a mi lado a paso firme, haciendo sonar los borceguíes sobre el piso, un sargento o un soldado con algún rango -perdonen si no conozco la jerarquía militar- se para de pronto frente a mí y pregunta con voz estruendosa: “Usted, ¿de qué bando es?”. Yo lo miro un poco asombrado. No tenía idea del origen de ese ejército, y ni siquiera si había guerra en algún lado. Pero contesté sin dudar: “Del bando de los desheredados”. El soldado puso una mueca de conformidad y dijo: “Muy bien, usted sabe que cuenta con nosotros”, tras lo cual se dio vuelta y  se sumó al resto del pelotón. Pero, no habían andado unos diez metros que el soldado se detiene, pega la vuelta y me encara preguntando: “Si es del bando de los desheredados, ¿porqué no está en el frente peleando?”.

-Porqué voy a estar peleando…

-Siempre los más desheredados y marginados son carne de cañón en toda guerra…

-Disculpe, no lo sabía, pero si me da una chance, puedo enmendar mi error, alistándome…

El militar asintió, hizo un gesto de cabeza despidiéndose, y se marchó nuevamente.

No obstante, antes de integrarse al pelotón, se dio vuelta y gritó: “No me importaría incluso que peleara para el otro bando, lo importante es que nadie quede ajeno a la guerra…”

Esa frase es la quedó en mi cabeza y luego el sueño se fue diluyendo y me desperté… Pensé que la guerra y los militares son estúpidos, pero que a veces los sueños con militares y guerra no lo son tanto.

SENTIDO COMÚN

Cansado de estar conduciendo el auto y lejos todavía de mi destino, decidí parar un poco en este pueblo pequeño. Con un paisaje rural llano pero con bastante verde, con grupos de árboles y cultivos de cereales, paré frente a un almacén para comprar algo de tomar y comer.

En la vereda sobre el negocio un vecino del lugar estaba sentado sin hacer nada. Ya un poco viejo, con una cara como tantas, sin nada en particular. Pensé que tenía un rostro de una persona sin atributos para admirar u odiar.

Respiré profundo antes de entrar al almacén y para no ser maleducado saludé al hombre y me salió decirle:

-Este lugar tiene un olor particular, no sé si me entiende…

-No-, respondió con sequedad, aunque con una mirada amable.

Me vi obligado a explicar:

-Huele particular, distinto de donde vengo…

-Siempre viví acá. ¿Cómo voy a distinguir este lugar de otro?-, respondió.

AMOR NO CORRESPONDIDO

“Al buscar en mi pecho no encontrarás los límites del corazón, se ha ensanchado tanto ahora que dejaste que te amara”. Eso le dije tratando de expresar poéticamente lo que sentía por ella. Y en verdad el amor que habíamos hecho fue fabuloso. Sin embargo, respondió que no me hiciera ilusiones. Que no sentía nada por mí y que si aceptó hacer el amor fue por simple calentura. Que bien podía haberlo hecho con otro. Sus palabras sonaron malévolas, hirientes, desalmadas, dolorosas, punzantes, crueles, oscuras, tremendas… No encontré una palabra adecuada o, quizás, se necesitaban muchísimas del diccionario para que todas juntas dieran la exacta impresión de lo que sentí por sus dichos de desamor. No quise, no obstante, dramatizar. Ponerme en víctima. Prendí dos cigarrillos y puse uno en su boca. Mientras fumábamos nos sonreíamos. Pero mi sonrisa era pura fábula. Estaba, como dije, embargado de sentimientos dolorosos. Y en las volutas de humo podía ver cómo se esfumaba mi amor  y a la vez el fantasma del desamor de ella. O todo junto. Mi amor enredado en su desamor. El humo sugería algo así como un fantasma hermoso y benévolo, mi amor, enredado entre los miembros de un fantasma horroroso y malévolo, su desamor. Mientras mi cigarrillo y el de ella se consumían, su fantasma y el mío copulaban. Próximo a que la brasa quemara mis dedos sentí en el pecho que debía hacer algo antes que de la cópula gaseosa naciera un hijo impuro. Algo que se esfumaría en al aire pero del que no debíamos respirar. Me di vuelta y sin modificar mi risa impostada hundí el cigarrillo en uno de sus ojos.

VUELTA AL RUEDO

Estaba solo y tranquilo en casa y no tenía planes. Hacía varios meses que me había separado. Los hijos, ya grandes, hacían su vida lejos. No veía a nadie y ya venía rumiando hacía unos cuantos días que tenía que volver al ruedo, como suele decirse, y relacionarme afectivamente con alguna mujer. Dar por cumplido el duelo de toda separación. En gran parte por el sexo. Recordé un dicho de mi padre: “el sexo es importante, por algo la Biblia empieza por ahí” (mi viejo tenía un sinnúmero de frases de este tipo, algunas de tono vulgar pero otras más serias). Y más allá del sexo extrañaba la compañía y el tacto de un cuerpo de mujer. Compartir una comida, un film, salir a dar una vuelta. Por esto de la idea dando vueltas en mi cabeza, en realidad ya sabía a quién podía llamar. A qué mujer, de las que había conocido, le podía proponer que nos encontráramos.

Me había decidido por Estela, que era como una deuda pendiente. Una mujer que conocí en el trabajo y que me había hecho muchas insinuaciones para tener un encuentro sexual. Por esa época ella estaba separada y sólo tenía relaciones casuales o de corta duración. Tampoco era que se decidía por cualquiera, como lo comprobaron otros compañeros de trabajo  que intentaron infructuosamente una cita. No. Era  una mina con un buen cuerpo que después del desengaño del matrimonio había decidido mantenerse independiente. Al insinuarse en aquel momento, con claras indirectas de que estaba interesada en encontrarnos clandestinamente para encamarnos, decidí ser fiel a mi mujer y hacerme olímpicamente el boludo. Al tiempo cambió de trabajo, pero cada tanto la cruzaba por la calle y siempre me saludaba con una sonrisa diría que picaresca, dando a entender que mantenía las mismas intenciones que en la oficina que compartimos. Tenía el teléfono de su casa y calculaba que no lo había cambiado. Porque uno se puede hacer el boludo pero no ser boludo. Aunque me había negado a esa relación, tomé la precaución de averiguar y agendar su  número por aquello de quién sabe lo que depara el futuro. Y el futuro me trajo una separación y esta oportunidad de aceptar con demora aquella invitación de Estela.  

Lo cierto es que marqué el número y ella atendió. Enseguida le dije “soy Daniel, del trabajo, ¿te acordás?”. Tuvo una expresión de sorpresa, porque seguramente después de mi despecho no esperaba que  alguna vez la contactara. Y a pesar del tiempo transcurrido la entonación de su voz demostró  que le agradaba mi llamado. No disimuló una expresión de satisfacción cuando le dije que me había separado y que había pensado en llamarla porque “creo que algo quedó pendiente entre nosotros”.  Estela no anduvo con vueltas, no dijo de encontrarnos en un bar o algo así. Directamente me invitó a su casa: “caete por casa cuando quieras”. Pensé en decirle que iba a pasar de noche. Pero como en realidad no tenía ganas de que me matara la ansiedad de tantas horas de espera, le dije “decime la dirección y si querés paso después del  mediodía, si no tenés nada que hacer”. Y ella aceptó sin ningún tipo de reparo. Así que almorcé algo liviano, anticipando que seguramente terminaría encamado con Estela, y a mitad de la tarde me fui a su casa.

Cuando abrió la puerta quedé impactado porque realmente seguía manteniendo un cuerpo formidable que se insinuaba a través del ligero vestido de una pieza. Me di cuenta que no llevaba ropa interior, que los pezones de sus senos eran visibles sobre la tela y que ninguna bombacha modificaba la superficie lisa de su vestido sobre las caderas. Entré dándole un beso en la mejilla y tras invitar a que me sentara en uno de los sillones del comedor, lo hice en el grande, en el medio, desechando alguno de los individuales que eran parte del mobiliario. Me miró unos segundos con una sonrisa y luego se sentó a mi lado.

-Bueno, aquí estamos- me dijo mirando con gran sensualidad.

-Aquí estamos- le respondí y para no gastar saliva en boludeces le puse mi mano sobre su muslo.  Recordé otro dicho que solía transmitir mi viejo guiñando un ojo: “si se puede, hay que ir directamente a los bifes”..

-No sabía que me tenías tantas ganas- me dijo.

Yo ya no quise responder, así que acerqué su cabeza con mi mano y la bese, con lengua, profundamente.

Enseguida sentí la excitación, el comienzo de una erección. En una relación de pareja, en un matrimonio, por más que exista amor,  con el tiempo decae la pasión y para el sexo se necesita un poco de juego. La primera vez en cambio que se va a intimar con una mujer que atrae, con cualquier mujer, el cuerpo suele reaccionar rápidamente.

Ella me tomó de la mano y fuimos a la pieza. Se sacó rápidamente ese vestido que realmente no ocultaba otra cosa que su desnudez y se tiró en la cama invitando con la mirada. Como para no mostrar apuro tardé un par de minutos en quitar la ropa, luego me senté al costado de su cuerpo y atraje nuevamente su cabeza para besarla. Pensé en jugar un rato, acariciarla, besarla, quizás practicar sexo oral, antes del coito propiamente dicho.

Ella dejó que la besara, pero tras despegar mis labios de los suyos me sorprendió diciendo:

-No quiero besos y caricias, quiero que me tomes en forma salvaje, que me cojas bien cogida.

-¡Chau! Pocas veces una mujer fue tan directa.

-¿Eso te asusta?

-No- dije.

En realidad sí me sentía un poco atemorizado, porque, no sé a otros, no me gusta que me apure una mujer cuando de sexo se trata. Es verdad que esto tiene mucho de machismo, porque cuando estoy muy caliente me gusta apurar el trámite. Lo contrario me asusta un poco. Pero por supuesto no iba a acobardarme, así que mentalmente me insuflé de aliento y sintiendo que ‘mi compañero’ estaba preparado, me puse un forro que había guardado en el bolsillo del pantalón, me coloqué entre sus piernas abiertas y la empecé a coger.

La cosa iba bien, ella estaba bien lubricada y me demostraba en su cara y en sus movimientos que acompañaban los míos que estaba tan caliente como yo. A los pocos minutos sin embargo me volvió a sorprender empezando a gritar. No arrancó con gemidos, ni con algunas suaves palabras, sino directamente con fuertes gritos: ¡Ah…Ah… Ah…!!! Quizás muchas mujeres gritan en pleno sexo, de hecho mi exmujer y algunas otras con las que había cogido gritaron en algún momento del sexo. Pero no a ese nivel. Parecía que la estaba matando. Y después de los “Ah…!!!”, comenzó a gritar: “¡Más fuerte!!!… ¡Más fuerte!!!”.

-¡Mierda!!!- me dije a mí mismo-. La cosa viene brava.

Junto con la calentura y la excitación comenzó a crecer una sensación de responsabilidad. De que estaba con una mina que aparentemente le gustaba el sexo medio animal o como probablemente cogían los primeros homínidos. Y era la primera vez con esta mujer así que me impuse estar a la altura de sus requerimientos, no resultar de entrada una frustración.

Al claro entusiasmo que ella tenía instando a que la penetrara como una bestia le fue sumando otras exigencias un poco más violentas, como escalando en un frenesí sexual que me resultaba cada vez más incómodo.

-¡Decime cosas sucias…! ¡Mordeme la oreja…! ¡Mordeme fuerte las tetas! ¡Palmeame el culo…! ¡Tirame del pelo!– exigía.

No recuerdo ya bien las órdenes que se iban sucediendo entre exclamaciones y  gritos.

Lo que empezó con una gran calentura y disfrute, se fue transformando en algo así como una maratón deportiva y exigente, donde no primaba el placer sino las ganas de salir airoso lo más prontamente posible de ese compromiso. Tenía miedo además en pasarme de violencia con eso de cachetear, morder, apretar, penetrarla rudamente, pero en ningún momento me pedía frenar o endulzar mis acciones, todo lo contrario, incitaba a que no me frenara.

Se supone  que el sexo es puro instinto, donde cada uno se desenvuelve naturalmente y no atendiendo los dictados de la razón. El hecho de tener que poner atención en cumplir con distintas exigencias manuales de Estela, algunas en forma simultánea,  y como si eso no fuera poco decir “cosas sucias”, lo que implicaba pensar algo así como frases de tono fuertemente sexual o morboso que aumentaran su excitación, resultaba un conjunto agotador.

“¡Mierda! –reflexionaba confusamente-, si empezamos así, ni quiero imaginar cómo serán los próximos encuentros: ¿atado a la cama y flagelado? ¿axficia? ¿extraños juguetes sexuales?… ¡¿qué se yo?!…”

Ya en los límites del agotamiento, con un sensación de miedo que se imponía sobre el eros, “transpirado como salame en la guantera”, otro de los dichos que recordaba de mi viejo, cerrando fuertemente los ojos para concentrarme en no perder la erección ni llegar antes que ella, por suerte Estela pegó por fin un grito largo y profundo, y me abrazó con fuerza, notificando que ya la había satisfizo. Me aflojé emocionalmente y empujé un poco más el coito para llegar yo, que era lo menos que merecía después de una situación tan extenuante como extraña e incómoda.

Nos quedamos abrazados y quietos un ratos, sin hablar. Me sentía como un sobreviviente de un tsunami, agradecido a no sé qué dioses, al karma o a Nietzsche, un filósofo que por aquello de la voluntad de poder solía agradecer mentalmente cuando superaba alguna cosa difícil que me proponía.

Ella se levantó y me dijo “me voy a buscar un cigarrillo”… Antes de salir de la pieza se dio vuelta y con una sonrisa me preguntó “¿vos querés uno?”.

-Sí -le contesté-. Y si tenés un whisqui o algo fuerte, traéme también un vaso lleno.

-Dale, mi amor- respondió.

El “mi amor” me hizo exclamar mentalmente un “¡cagamos!”. Otro quizás se hubiera sentido bien con esa expresión cariñosa luego de un encame, pero me aumentaba la zozobra con la que salí del turbulento sexo que tuvimos. Una zozobra similar quizás a la de todos los sobrevivientes de situaciones extremas.  En principio me hacía ruido esto de pasar de un rol dominante en la cama, esto de  empujar a una vorágine sexual sin tantear siquiera si había correspondencia con mis preferencias, a un “mi amor” dulce y casual, propio de una relación de pareja ya consolidada. Por supuesto que no podía, con tan poco conocerla, determinar verdaderamente si tenía como una doble personalidad, de la que era conveniente huir prontamente para no terminar como protagonista de una remake de Atracción Fatal o, al contrario, tenía una personalidad fuerte en la cama pero equilibrada en el resto de la relación, y por lo tanto era capaz de ofrecer distintas gradaciones del amor y hacer más interesante la pareja que otras que se agotan pronto por calmas y anodinas.

No sé por qué me sentí tentado a dar pelota a esta última especulación y, a pesar de lo desesperado que me sentía hacía pocos minutos, darle otra chance respecto a ver adónde conduciría esto de vernos. Después de todo, recordaba ahora, siempre fue agradable y de buen trato en el laburo. “Vamos a ver dijo un ciego”, pensé, repitiendo otro de los dichos que solía usar mi viejo.

Al rato regresó con un pucho prendido en la boca, un vaso de whisqui en la mano, y otro cigarrillo sin prender en la otra. Puso el vaso de whisqui en la cómoda que estaba del lado de la cama en que estaba acostado, después se acomodó otra vez entre las sábanas, me puso el cigarrillo que trajo para mí en la boca y acercó la lumbre del suyo para que lo prendiera.

Acostados, uno al lado del otro, fumamos sin hablar. Del cajón de la mesa de luz de su lado ella sacó un cenicero y lo puso entre los dos. Mientras fumábamos  me incliné un par de veces hacia la mesa de luz para tomar unos tragos del whisqui. Cuando terminamos de fumar los dos nos miramos sin movernos demasiado, sólo torciendo la cara a un costado entre nosotros. Me regaló una linda sonrisa y yo me vi obligado a responder e la misma manera.

-Qué bien cogimos- me dijo-. Hacía mucho que no lo hacía y la verdad que fue mejor de lo que podía esperar de un primer encuentro.

-Qué bueno-le respondí-. Me alegra que te haya gustado…

-Qué formalidad- me replicó. Podías ser más expresivo, decir, por ejemplo, que a vos también de gustó mucho o ‘sos maravillosa en la cama’, algo de eso.

Inmediatamente se rió, como para demostrar que no se estaba quejando ni pegando un reto.

Dudé si responder lo que presumía ella quería escuchar, algo como “sos una loba en la cama”,  ‘hacía mucho que yo también no la pasaba tan bien’, algo de ese tipo, o en forma liviana ser un poco más sincero y revelar que me sentí sobrepasado por el tipo de sexo que tuvimos.

-Te confieso que es la primera vez que tengo este tipo de sexo, no sé cómo definirlo, muy intenso, donde dominaste todo y me llevaste a que te tratara casi con violencia o con violencia directamente en relación a lo que yo estaba acostumbrado…

-¿No te gustó?- preguntó.

Retrocedí un poco en eso de la sinceridad para no generar de entrada una situación incómoda.

-No dije que no me gustó, vos viste que también llegué al orgasmo tan bien como vos, sólo que si bien viví  algunas variantes en el sexo como casi todos,  nunca tan rayano a eso medio sado de palmearte, morderte, penetrarte a lo bruto…

-No soy una mujer del montón-dijo como con orgullo y largando otra vez una risa.

No pude evitar devolver también una sonrisa para corresponder, pero creo que percibió algo así como una mueca de que mi verdadera reacción emocional al sexo que tuvimos estaba lejos de la plenitud con la que ella lo vivió.

-Mirá –me dijo con una entonación de más seriedad- el sexo, el amor físico, sólo lo concibo con violencia, sino no hay erotismo real, hay superficialidad, cobardía…

-Se puede sentir mucho placer con suavidad, con ternura, sin que el sexo por eso no deje de tener vitalidad…

-Palabras, palabras, pajería lacaniana…-replicó y largó una carcajada, como quitando nuevamente seriedad a lo que estábamos hablando.

La verdad que no podía negar que el desenfado de su perorata, nada banal, y esa facilidad que tenía para solar una risa, resultaba atrayente… “Es verdad, pensaba, podía ser expresión de aquella doble personalidad que había presumido la caracterizaba, ya que había otra vez un marcado contraste entre practicar un sexo rudo y luego tener la risa fácil, pero me inclinaba ahora a reflexionar con más seguridad que era una mina demasiado interesante como para no dar otras chances de seguir conociéndonos. Además, a mí las palabras me pueden; salvo en la lectura de libros interesantes, generalmente se utilizan mayoritariamente las palabras para charlar boludeces, formalidades, se cae en lugares comunes, se dicen frases hechas, en cambio Estela ya me había dicho cosas que tenían profundidad, peso, o por lo menos resultaban intrigantes. Como aquello de  que ‘el sexo, el amor físico, sólo lo concibo con violencia’, algo con lo que,  aunque no entendía claramente qué quería decir, me generaba aquello que decía Nabokov , que uno se da cuenta que hay palabras que valen no por el cerebro, sino por la columna vertebral. También me generaba curiosidad aquello de “pajería lacaniana”.

-Me gustó eso de que sólo hay erotismo real con violencia- le dije.

-Te gustó, pero no sé si sos capaz de entenderlo realmente o mejor dicho de vivirlo realmente…

-Puede ser –concedí-. Aunque me sorprendió y te confieso que casi no sabía cómo manejar que me ordenaras en la cama que te hiciera tal o cual cosa, ahora más reflexivo puedo reconocer que tiene valor la confianza que tenés en vos misma, esto de pretender sexualmente que se te coja como querés y no estar concediendo si el otro le gusta esto o aquello, aún a riesgo de frustrar un primer encuentro.

-Gracias- me contestó y largó de vuelta una risa sonora-. Quizás no sos cobarde, quizás no sos superficial, sólo que estuviste mucho tiempo repitiendo los cánones promedio de cómo tener sexo… Aunque te haya resultado incómodo, seguirme el tren, el hecho que no pararas y te fueras a la mierda, muestra que quizás  algo en tu cabecita todavía no está roído por los gusanos.

-¡Chau..!-exclamé-. ¡Roído por los gusanos¡ ¡Tu lengua no se mueve porque sí! Te gusta expresarte de manera nada común, quizás confundirme o todo es un juego para vos y hacés lo que te canta…

-Soy más simple de lo que imaginás- replicó y otra vez se rió.

-¿Qué son los gusanos?-le pregunté.

-Conformidad,  repetir lo que otros usualmente hacen, rutina, ser uno más del séquito…

-Ser uno más del séquito –repetí-. Otra palabra inusual…

-Y aunque venimos hablando del sexo, vale para todo en la vida en general…

-Te podría decir también como vos que sólo son palabras, palabras … Y ya que está, aunque puedo intuir a qué te referiste con lo de pajería lacaniana,  después de todo he leído de esto y aquello lo suficiente, explicame bien qué quisiste decir…

-Para Lacan todo está estructurado como lenguaje, el inconsciente está estructurado como lenguaje, los cuerpos están estructurados como lenguaje y por lo tanto el sexo está estructurado como lenguaje… Para Lacán todo son palabras, palabras, aunque no se hable expresamente, me entendés, cuando en realidad no todo está estructurado como lenguaje… Pero basta… ¿Querés que te haga sexo oral?

Esta vez yo solté una carcajada y luego le dije:

-A cada minuto me sorprendés. Nunca diría que no a que me la chupen y en cierta medida es una buena forma de cortar con Lacan y pasar a otro tipo de labia-le dije sin poder evitar soltar otra carcajada por mi ocurrencia que presumía inteligente-. Todavía estoy agotado, no sé si voy a funcionar, aunque lo único que probablemente me pueda hacer funcionar es el sexo oral, así que dale.

Mientras me chupaba tuve la certeza que nos íbamos a seguir encontrando, recordando a mi viejo diciendo aquello de: “en la vida si no intentas las cosas, cómo vas a saber si pueden funcionar”.

MI OTRO YO

El hombre pasaba largas horas del día a la orilla del río, pescando con su caña.

No le importaba en realidad si capturaba algún pez.

No pretendía ganarse el sustento ni fanfarronear ante sus amigos por la dimensión de un pejerrey.

En realidad era una persona solitaria que le gustaba pasar el tiempo sin hacer nada.

En lugar de estar pendiente del eventual temblor de la caña y el tirón en la tanza por la mordida de un pez en el anzuelo, atendía el fluir de sus pensamientos, mientras el tiempo, como el agua del río, pasaba sin prisa hacia un destino impreciso.

Una tarde, el fuerte tirón de la caña lo sobresaltó. Algo bajo el agua sujetaba con fuerza el anzuelo, obligándolo a ejercer fuerza sobre el reel y la caña, tirando hacia arriba.

Lentamente, llevó hacia la superficie del agua lo que había capturado.

No sacó un pez, sino su propia sombra.

Parecía ahogada, pero lentamente comenzó a copiar la posición en que se encontraba, demostrando que viviría.

Con sorpresa, lo primero que le preguntó a su sombra fue por qué quiso suicidarse.

Ella le contestó en pocas palabras que estaba hastiada de vivir con alguien que pasaba sus horas en forma contemplativa. Que un verdadero hombre vive con acción, de lo contrario no necesita su sombra y puede esperar la muerte con esa desnudez.

El hombre comprendió y se sintió feliz de saber que era propietario de una compañía que había estado a su lado siempre, pero que había ignorado, y con la que podía de ahora en adelante llevar una vida más productiva.

APARIENCIAS

Imputado por el crimen de la mujer, terminó alegando un rapto de locura. En realidad esa muerte fue terrible. Lo acusaron de clavar un tenedor en un ojo, quebrar el cuello, quemar el cabello y finalmente hundirla en un pozo inmundo. Los psicólogos no respaldaron el alegato de su abogado y ahora cumple una condena a cadena perpetua. Pero en realidad alegó locura por consejo de su abogado. Había sido un accidente. Y si alguien tendría que pagar las culpas, ese sería su perro. Lo que pasa es que ni el mismo abogado le creyó y lo convenció que la mejor salida era argumentar ante el juez un temporario momento de locura. Él me contó la verdad. Y yo le creo. No sé por qué. Sé que la muerte de aquella mujer fue terrible. Pero su relato transmitía una gran sinceridad.

Estaban comiendo en una pequeña mesa de la cocina. Había logrado esa cita y se sentía contento. Era un hombre solitario que vivía en un pequeño departamento con su perro. No había tenido suerte con las mujeres. Pero el azar, un día, le hizo conocer una mujer en un bar que tras una amena charla aceptó cenar en su departamento. Preparó un pollo con papas. Todo venía funcionado bien. Antes de sentarse a la mesa incluso la pudo besar y ella respondió. Seguramente, luego de la cena, harían el amor.

La mesa era muy chica, propia de un hombre que vive solo, así que ella se sentó sobre un lado, y él, enfrente. Cuando el pollo estuvo listo lo puso en medio de la mesa. Ella esperó a que le sirviera, así que se levantó y con el tenedor en una mano y el cuchillo en otra comenzó a trozar el pollo. Cortó un pedazo de pechuga y se lo puso en el plato y en el momento en que retrocedió con el tenedor todavía firme en una de sus manos, su perro lo mordió fuertemente del tobillo y lo empujó hacia atrás. Con los utensilios en la mano no tuvo tiempo de aferrarse de nada y, por el fuerte tironeo del perro, cayó hacia adelante, hacia la mujer, y le clavó, en forma involuntaria, el tenedor en uno de sus ojos. Le hundió todos los dientes del tenedor y quizás la mujer murió en forma instantánea. El cuerpo cayó hacia atrás con la silla y quedó inmóvil en el piso.

Se desesperó.

Ni siquiera pudo pensar claramente qué tenía que hacer.

Obró instintivamente. La agarró entre sus brazos y encaró la puerta de salida. Lo hizo en forma tan atropellada que no vio que el perro se cruzaba en su camino. Tropezó con el cuerpo del animal y  la mujer salió despedida de sus brazos. Con terror vio que la mujer golpeaba con su cabeza en la puerta y al aterrizar en el piso escuchó claramente que se le quebraba el cuello. Como si se partiera una rama.

Ya no podía controlarse.

El miedo invadió todo su cuerpo.

Volvió a aferrar a la mujer y se la echó al hombro. Pensó, en forma confusa, que así sería más fácil bajar los dos pisos de la escalera. Luego la metería en el asiento de atrás del auto y la llevaría velozmente al hospital que estaba a cuatro cuadras del departamento. Aunque no tenía muchas esperanzas, nadie podría decir que no hizo lo posible para salvarla.

Se había olvidado del perro. Cuando bajaba como loco la escalera, sintió nuevamente que el animal le aferraba uno de los tobillos. Pudo hacer equilibrio y no cayó. Pero tuvo que volcar su cuerpo contra la pared, inclinando levemente  su cuerpo para que la cabeza de la mujer, que colgaba de su espalda, no golpeara contra el muro. El perro lo seguía sujetando de su tobillo y no le quedó otra que ocupar unos segundos en sacudir el pie para que el animal lo soltara. Pero no se dio cuenta que el cabello de la mujer, que era largo, quedó colgando sobre uno de los spot adosados sobre la pared a lo largo de la escalera, y que, como todas las noches, se encontraba con la bombilla encendida. La temperatura del spot de metal, por el calor de la luz, provocó que el cabello se encendiera. No había terminado de desprenderse del perro que sintió el calor a sus espaldas. Se acomodó la mujer otra vez entre los brazos y corrió por las escaleras hacia la calle. El humo que despedía el cabello de la mujer por la combustión le dificultaba la visión.   Por eso no vio que el  perro se le había adelantado. El animal se interpuso en su camino y otra vez lo hizo caer.

La mujer salió despedida de sus brazos, como en el departamento, con el azar que una boca de tormenta, al borde la calle, se encontraba  abierta,  y engulló el cuerpo.  Nada ya podía ser peor.

El hombre resignado se sentó en el cordón de la vereda, con la mente totalmente en blanco. El perro se acercó a lamerle una mano, moviendo la cola, ya que la causante de sus celos había finalmente desaparecido. (APP)

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