La visita del psicólogo*/Por Claudio GarcÃa
Cuento que pertenece al libro “Método Morello para no separarseâ€, Ediciones Patagónicas “Vela al viento†(2013), con prólogo de Alberto Fritz y dibujo de tapa de Juan Marchesi.
“Seguramente esta historia no conduce a nadaâ€, sentenció ella.
Mientras me torturaba con sus uñas, sacando pequeñÃsimas acumulaciones de grasa de los poros de mi espalda, me dijo luego que estar conmigo era repetir lo que le pasó con un tal Luis, un compañero de secundaria que la puso borracha en un baile en la casa de una amiga para hacerle perder la virginidad en el auto que le habÃa prestado su viejo. Y yo, quejándome por la saña con que apretaba con las uñas de los pulgares de sus manos, me preguntaba qué relación podÃa haber entre aquella primera experiencia a sus 16 años con lo que nosotros estábamos viviendo, de vuelta de muchas parejas, pasando los 30.
“Que se acabó el amorâ€, dijo, contestando mis pensamientos.
Contó entonces que habÃa sido romántica, como lo entienden pendejas de quince años, clase media, con sentimientos que laten apresurados en una piel maniatada por los primeros maquillajes, ropas bien lavadas y, en especial, bombachas y corpiños rosas o blancos, que esperan esa noche en donde descubrir la desnudez bajo arrullos y palabras hermosas, versos susurrados al oÃdo, manos fuertes y seguras.
“Sin embargo, muy confusamente -dijo ella-, descubrà entre resaca, dolor y un sol que entraba con toda maldad por los vidrios de mi pieza que ya no era virgen, y que, quien lo hizo, era prácticamente un desconocidoâ€.
Se explicó que a partir de esa experiencia se baja la guardia, el amor es ante todo una traición y hay que andar con mucho cuidado. Comenzó a comportarse como si el amor fuera un juego en donde debÃa traicionar toda posible idea del otro de llegar a un sentimiento pleno, sincero y de mutua satisfacción.
“El amor se habÃa acabado, pero pasaron un par de años más, una dejó la secundaria -contó todavÃa trepada a mi espalda-, y como se empieza a trabajar y a estudiar con una carga mayor de responsabilidades es como que se reconstruyen algunas metas que entre la pubertad y la adolescencia una presumÃa se debÃan perseguir en la vida, fundamentalmente, el amor. Entonces vuelve a ser algo posible y por conseguirâ€.
Siguió monologando: “Uno adhiere a ciertos convencionalismos que pasan de una a otra generación: se conoce a alguien, se conoce a otro, por fin se encuentran ciertas compatibilidades, entonces se trata de disfrutar el sexo, se suspira un ‘te amo’ en medio del orgasmo, se empieza a repetir en circunstancias menos sublimes, se hacen planes, la cosa dura dos o tres años, hasta el dÃa que entre reproches y lexotanil una dice ‘no va más’, terminante como el que gritan los tipos que tiran la bola en la ruleta, y la vida empieza a poner en evidencia que pretende de uno algo más que pagar los impuestosâ€.
Se quedó quieta unos segundos en mi espalda, como anunciando que se venÃa el final de la reflexión, y agregó: “Asà pasan diez años de la vida con la esperanza de un amor pleno, pero las experiencias terminan en el diagnóstico duro que algo falló. Se llega a los 30 y aparece un tipo como vos -dijo apretando con más fuerza en un milÃmetro de mi piel un poquito más abajo del cuello-, un amor calmo y previsible, donde en verdad uno se convence que ‘se acabó el amor’, como aquella vez en que ‘Luisnomeacuerdo’ traspasó la barrera del himenâ€.
“Ahora me siento mucho mejorâ€, dije no muy convencido que habÃa entendido bien tanto palabrerÃo, pero con la sensación que en realidad sà habÃa entendido y que en sÃntesis decÃa que podÃa estar conmigo como con cualquier otro, con la excepción por supuesto de alguien con la personalidad de un integrante del clan Mason o de la Jihad Islámica. Inmediatamente la imaginé de pareja con mi vecino, que es un tipo agradable e instruido, o un contador, un músico o con cualquiera que garantizara una relación ‘calma y previsible’.
No dirÃa que me hizo doler como con sus uñas, porque hacÃa poco más de tres meses que estábamos juntos y todavÃa no estaba convencido si la amaba, pero no podÃa negar, digamos, cierta desazón, porque, como en toda relación, uno tiene expectativas, conscientes e inconscientes.
“No sabÃa que tenÃas una visión tan acotada del amor, o mejor dicho, una visión tan poco acotada de la vidaâ€, agregué sin saber todavÃa muy bien si habÃa empezado con una buena introducción de lo que querÃa decir y que en forma no muy clara bullÃa en mi cabeza, pero confiando, como lo hacÃa siempre, que bastaba empezar a hablar para que los pensamientos tomaran su verdadero rumbo.
“Creo que es una verdad de Perogrullo decir que se piensa del amor, según se vive el amorâ€, dije dándome vuelta por debajo de sus piernas, para mirarla a los ojos y agregar que “si lo viviste mal, te va a parecer que el amor es fantasÃa de telenovela, invención de poetas, pura ficción; si lo viviste bien el amor no sólo se siente sino también que se piensa, se respira, desborda, sale con nuestro aliento, nos envuelve como una niebla; si nos abandona, lo buscamos; si se debilita, tratamos de que vuelva a crecer; quien vivió el amor sólo puede querer la vida de esa manera, no por costumbre, y por eso te decÃa que si tenés una visión acotada del amor, necesariamente, tenés una visión acotada de la vidaâ€:
En ese momento sonó el timbre de la puerta, asà que luego de hacer un guiño indicándole que yo irÃa a atender, la aparté de mi cuerpo para agarrar el pantalón y la camisa e ir hacia la puerta.
El tipo que apareció parecÃa un vendedor, pero uno muy original. Llevaba una valija negra en su mano derecha, como la de un vendedor; estaba bien vestido, como un vendedor, y lo primero que me dijo fue: “le pido un minuto de atenciónâ€, como todo vendedor, pero, algo contrastaba: llevaba puesto un ridÃculo sombrero en la cabeza, coronado con una antena redonda que daba vueltas cumpliendo, seguramente, alguna función que yo desconocÃa.
El vendedor o supuesto vendedor enseguida comenzó a explicarme por qué llevaba ‘eso’ en la cabeza: “Esto es algo como un radar que me ayuda a detectar aquellas personas que van a estar muy interesadas en que yo les preste mis serviciosâ€, expresó con énfasis. Sin esperar a que yo acotara algo, continuó diciendo: “Este aparato de última tecnologÃa me permite escuchar las conversaciones o discusiones que están ocurriendo dentro de las casas, detectando de este modo a quienes presentan conflictos que sólo un profesional de mi tipo puede atender. Muchos se sienten molestos con que exista este tipo de tecnologÃa -y aquà volvió a señalar su ‘radar’ con uno de sus dedos, como para que no quedara duda de qué estaba hablando-, y comparto que, en manos de la policÃa o alguno de esos organismos que tiene el Estado para vulnerar las libertades individuales, este instrumento no puede menos que calificarse de nefasto, pero no es este el caso. Yo soy psicólogo y psicoanalista, y, a diferencia de la mayorÃa de mis colegas que atienden en sus consultorios particulares, con tarifas costosas a las que sólo pueden acceder pacientes de clases altas o medias altas, estableciendo de este modo una injusta discriminación social al excluir de una posible cura a quienes no pueden pagar el acceso a una terapia de este tipo… como le decÃa, como profesional de la psicologÃa, no creo que ésta deba ser costosa ni transformarse en una especie de gueto al que sólo unos pocos pueden acceder. Yo no me quedo en un consultorio sino que salgo a la calle, busco mi clientela con la seguridad de que hay miles y miles en esta ciudad que me necesitan. Como decÃa Freud, toda persona normal es sólo aproximadamente normal, y cada vez más, la complejidad de las ciudades y de la vida moderna facilitan que en algún punto el ‘yo’ de cualquier hijo de vecino se parezca al de un psicóticoâ€.
Apenas si salÃa de mi asombro, ya que nunca hubiera pensado que podrÃa atender la puerta y encontrar algo asà como un psicólogo o psicoanalista a domicilio, y no solamente por esto, sino ser ésta una persona que, sin que yo supiera y sin mi autorización, habÃa estado enterándose, no sé desde hace cuánto tiempo, lo que yo estaba hablando con mi pareja. Como él mismo habÃa dicho, serÃa nefasto que éste tipo de ‘radar’ fuera utilizado por la policÃa o cualquier organismo de seguridad o de lo que sea, pero también me parecÃa nefasto que un psicólogo, un vendedor de seguros o un inspector de la compañÃa de gas recorriera los edificios con un aparato similar. Era una descarada intromisión en la intimidad de las personas.
El tipo pareció leer en mi cara mis reparos y dijo con seguridad: “No se preocupe. Soy un profesional médicoâ€. Inmediatamente se agachó y sacó de su portafolio una carpeta negra con una serie de papeles que empezó a mostrarme. “Aquà tengo mi tÃtulo y certificados de los distintos cursos de capacitación que he realizado -señaló, empinando las cejas en un gesto de orgullo-; como verá me he recibido de psicólogo, y me he especializado en numerosas ramas de la psicologÃa, como psicologÃa infantil, psicoanálisis, perturbaciones de la afectividad, esquizofrenia, medicina psicosomática, sadismo y masoquismo en la conducta humana, etcétera. etcétera… más de trece años de estudio, y llevo ya unos siete de práctica. He curado totalmente a numerosos pacientes, asà que no tenga miedo porque ande caminando por la vereda o por los pasillos de los edificios con este aparatito que, en mis manos, es tan inofensivo como el estetoscopio de un médico generalista. Sirve para que yo ubique a quienes pueden necesitarme, para nada más… Después de todo, usted no será esos anticapitalistas románticos y nostálgicos de un pasado premoderno, que detesta la tecnologÃa, un cultor de la new age y de los productos light o algo asÃ…â€, tras lo cual se quedó mirando fijo, arqueando esta vez las cejas en forma interrogatoria.
“No, por favor…â€, contesté, y me sentà obligado a fundamentar que “soy un racionalista impenitente, y por ende hago un culto del hombre de ciencia y sus productos; aunque soy crÃtico de la sociedad moderna, de la cultura de masas, no debe confundirse eso con cierto romanticismo o ecologismo reaccionario, no, en especial no tengo nada contra ese aparatito que lleva en la cabeza, sino que dudo de la legitimidad de su uso…â€.
Bajó las cejas, y moviendo la cabeza de izquierda a derecha en un movimiento que querÃa expresar ausencia de malicia, insistió que nada de cuestionable tenÃa su ‘radar’ y que si lo dejaba entrar unos minutos podÃa explicar a mi compañera y a mà la importancia de que un profesional de su tipo pudiera ocuparse de los problemas que se estaban presentando en nuestra relación…
Dudando todavÃa de sus intenciones abrà la puerta y lo dejé entrar.
Lo invité a sentarse en una de las sillas del comedor al tiempo que pegué un grito a Carolina para que viniera, aclarando que se arreglara porque estaba con gente.
El tipo dijo que se llamaba Carlos Cóppola, acotó que su apellido, no sé por qué razón, iba bien con una profesión como la suya y se mantuvo, los primeros minutos, prácticamente en silencio, aguardando a que Caro llegara, con su mayor cara de asombro, al comedor.
Empezó a hablar, repitiendo en los primeros cinco minutos más o menos lo mismo que me habÃa explicado, como para que mi pareja se pusiera al tanto también de qué se trataba todo. Ella puso también reparos sobre el ‘radar’, pero en cierta medida su cara delataba que encontraba agradable la situación, e incluso asintió cuanto el psicólogo despotricó contra sus colegas por eso de los consultorios y el nivel de las tarifas, acotando que ella siempre lo habÃa pensado, que era una barbaridad que la mayorÃa de psicólogos o psicoanalistas actuaran como si la terapia incluyera como requisito el ser costosa, estar restringida socialmente y etcétera, etcétera.
-¿Me habÃa quedado en Susana, no?- pregunté a Carlos que escuchaba acomodado en un sillón frente a mÃ, con un cuadernito en una de sus manos en donde iba anotando aquellas cosas que seguramente se encontraban en el rubro de las esenciales o importantes de mi vida y no de las triviales y de rol secundario para el objetivo de su terapia.
Era asà nomás; por tercera vez recibÃa a ese psicólogo extraño que apareció asà como asà en la puerta de casa, con un radar coronando su cabeza, y convenció a Caro y a mà que esas discrepancias que tenÃamos sobre el amor y, en última instancia, sobre nuestras perspectivas como pareja, requerÃan del apoyo de un “psicólogo y psicoanalistaâ€, como él se designaba. Turnándonos, dÃa por medio, en las sesiones, -porque Carlos nos sugirió que debÃamos descartar un tratamiento ‘de pareja’; las terapias debÃan ser separadas, y él ya nos iba a indicar en qué punto del tratamiento corresponderÃa que las sesiones se hicieran con los dos-, Carolina y yo nos encontramos contándole de manera caótica al tal Cóppola -que no podÃamos negar, nos habÃa caÃdo bien-, las experiencias de cada uno con el sexo opuesto, desde los años en que, obviamente, el sexo opuesto empezó a sacudir nuestro libido.
Las sesiones se repitieron sin cambios significativos por casi un mes y medio. Durante ese tiempo Carlos se mostró como una persona simpática, agradable y con una actitud casi de pasividad. Escuchaba lo que yo le iba contando de mis viejas relaciones y, más allá de lo que anotaba en una libreta, a la que por supuesto negaba su acceso, no comentaba mucho. Algunas cosas nomás, como para orientarme en los aspectos del relato que aparentemente eran más importantes para su terapia, pero nada o muy poco de sus propias opiniones. Eso ya llegarÃa con el tiempo, decÃa.
Una tarde, sin embargo, Carlos empezó a hablar, pero en nada parecido a lo que yo esperaba. InterrumpÃa constantemente lo que yo le contaba, asumiendo un tono agresivo y sentenciando sobre mis acciones de otro tiempo con juicios casi de tipo moral. Por ejemplo, le hablaba sobre Susana, cuando todavÃa no habÃa pasado los 20, de cómo la habÃa envuelto presumiendo de intelectual, parafraseando autores que habÃa leÃdo, con el simple cometido de llevarla a la cama, dadas las ganas que tenÃa por esa época de tener las mayores experiencias sexuales posibles. Entonces él interrumpÃa como con fastidio, y me acusaba de asumir actitudes notoriamente machistas, egocéntricas, que buscaban lastimar a otros para reforzar mi propia personalidad mezquina y, otros juicios por el estilo que, progresivamente, aumentaron mis dudas sobre las buenas intenciones de su terapia, del perfil progresista y abierto del que se habÃa ufanado en las primeras charlas. Paralelamente, empecé a notar también cambios significativos en Carolina. Se puso esquiva; repitiendo continuos justificativos para no hacer el amor y sus horarios dejaran de coincidir con los mÃos. Cuando charlábamos era notorio su fastidio, su poca atención en mis palabras y el desinterés en contarme sus cosas. Me llamó especialmente la atención que cuando hablábamos de Carlos y de nuestras respectivas terapias (cosa que en las primeras dos semanas de sesiones hacÃamos con regularidad, bromeando, porque desconfiábamos de lo que estábamos haciendo, pero creÃamos que de igual manera podÃa valer la pena, por lo menos como un juego atrayente, fuera de lo común, del que quizás algo aprenderÃamos) enseguida desviaba la conversación hacia otros asuntos.
Las dudas finalmente se aclararon. Me di cuenta que las sesiones con Carlos no transitaban ya los caminos trazados por la teorÃa psicoanalÃtica o alguna de sus variantes. De lo que la mayorÃa de psicoanalistas llama el método de la ‘libre asociación’, por el cual Carlos debÃa estimularme para hablarle con confianza de todo lo que viniera a la mente: sueños, dudas, recuerdos, preocupaciones, lo que fuera, para ir encontrando de a poco las huellas firmes que condujeran a una mejor conciencia de mi situación como persona, de mis metas y, fundamentalmente, crecer con mi pareja, porque ese habÃa sido el objetivo inicial, pasamos a lo que podÃa llamarse ‘la libre agresión’ del terapeuta al paciente. Sencillamente Carlos me interrumpÃa a cada minuto únicamente para utilizar calificativos hirientes hacia mi persona. El mensaje claro de todas sus acotaciones y consejos era más o menos que todo lo que habÃa hecho y todo lo que hacÃa, todos mis sentimientos, todas mis pretensiones y esperanzas eran propias de un tipo detestable que, lo mejor que podÃa hacer para corregirse era abandonar la civilización para vivir como un ermitaño en una isla desierta.
Me di cuenta que no habÃa ninguna estructura cientÃfica elaborada en su terapia, sino el simple odio que descansa en toda naturaleza humana contra alguien que afecta sus deseos más profundos. Carlos estaba enamorado de Carolina, y, obviamente, el sentimiento era recÃproco.
“Te parece que el amor es sólo puro palabrerÃo y que en realidad sólo se trata de pasarla bien con quien sea?â€, dijo Estela con cara de pocos amigos, después que en medio del amor me confundiera y, en vez de llamarla por su nombre, susurrara en su oÃdo el de Carolina y me disculpara diciendo, precisamente, que se trataba de pasarla bien y que no esperara nada de mÃ, que si me confundÃa era porque en última instancia me importaba muy poco si lo hacÃa con ella o con la vecina.
“El amor es que dos personas se gusten y compatibilicen algunas cosas, fundamentalmente, en la cama, y que no haya compromisos porque la fidelidad es pura hipocresÃaâ€, le dije sin que se me parara alguno de los pelos transpirados de mi cabeza, y enseguida acerqué mi boca a uno de sus senos, indicándole claramente que querÃa continuar haciendo el amor y no charlando pelotudeces.
Me hizo a un lado con enojo y empezó un discurso que trajo reminiscencias de pensamientos que sostenÃa tiempo atrás. “No sabÃa que tenÃas una visión tan ‘chicata’ del amor, seguramente que viviste muy mal todas tus relaciones, porque si hubieras conocido el amor te darÃas cuenta que no sólo se siente sino también que se piensa, se respira; si nos abandona, tratamos de que vuelva… Quien conoció el amor, no concibe la vida sin amor…â€.
Cuando la cosa venÃa de cátedra, por suerte sonó el timbre. Sin darle chance de decir algo asà como que “no le demos bolilla y continuemos hablandoâ€, me levanté de la cama, manoteé el pantalón del piso, y me dirigà rápidamente a abrir la puerta.
El tipo que encontré con la mano levantada, a mitad de camino de un nuevo timbrazo, parecÃa un vendedor. Estaba bien vestido y llevaba una valija como todo vendedor, pero tenÃa algo raro en su frente. Me hizo acordar enseguida a aquel hijo de puta de psicólogo que un dÃa apareció con una especie de radar en la cabeza y se terminó llevando a Carolina a quien, descubrà después, sin ninguna terapia, y a pesar de lo poco que estuvimos juntos, en realidad amaba profundamente. Este tipo no tenÃa un radar, sino una especie de sopapa pegada en la frente, coronada con dos antenitas que emitÃan pequeños chispazos, como dos cables en cortocircuito. Luego de decir un “buenas tardes†ceremonioso, mostrando con una sonrisa casi todos sus dientes, agregó un “no se preocupe por estoâ€, señalando el aparatito en su frente con uno de los dedos de su mano derecha. Sin darme tiempo a decir algo, explicó, palabras más o menos, lo que en su momento dijo el hijo de puta de Cóppola sobre su radar: “Mientras recorro los pasillos de los edificios de departamentos o camino por las veredas, este moderno invento -volvió a señalar su frente con uno de sus dedos-, creado en los Estados Unidos y ya muy difundido en Europa, permite detectar en los distintos hogares las voces altas, gritos, golpes, el estruendo de objetos que se rompen o estrellan en el piso, es decir, identifica el conflicto en una pareja o entre los distintos integrantes de una familia, y asà sé donde puedo ofrecer mis serviciosâ€.
Sin darle tiempo a continuar, le pegué una tremenda piña en medio de la reluciente y cuidada dentadura que le permitÃa poner su mejor sonrisa para engatusar a la gente. El tipo cayó para atrás y, ya en el piso, le pegué una patada en las costillas gritándole, medio descontrolado, “andá a psicoanalizar a tu abuela, hijo de putaâ€.
Me detuve.
Me di cuenta que habÃa actuado impulsivamente y que este psicólogo -suponÃa que era psicólogo- no tenÃa que pagar las culpas de aquel otro reverendo hijo de puta que me quitó a Carolina y, a la vez, transformó mis convicciones sobre la necesidad del amor en otras más prácticas y utilitarias de la mujer como simple dama de compañÃa y objeto para la satisfacción sexual.
“Usted está locoâ€, dijo el tipo, aprovechando que me habÃa calmado y se levantó del piso disgustado, acomodándose nerviosamente las ropas con las dos manos.
“Le pido mil disculpasâ€, dije, y levantando la valija que habÃa quedado tirada en el piso, expliqué cuáles habÃan sido las motivaciones para agredirlo de esa manera. “Es verdad, me puse loco -expliqué-, porque al verlo me vino la imagen de ese hijo de puta de psicólogo que un buen dÃa se presentó a mi puerta con la misma amabilidad que usted y terminó sacándome a mi mujerâ€.
El tipo puso su mejor cara de asombro y exclamó, también para mi sorpresa: “Pero, yo no soy un psicólogo, ni psiquiatra, ni psicoanalista ni nada parecido; yo no tengo nada que ver con alguna profesión médica…â€. Sostuvo su valija en forma horizontal sobre uno de sus brazos y, al abrirla, hizo ver que guardaba, en forma desprolija, muchos folletos de promoción turÃstica. Me explicó que era dueño de una agencia de viajes y que desde hacÃa un año habÃa descubierto que el mejor sistema de ventas era ese aparatito que tenÃa en su frente, porque un gran porcentaje de aquellos que se decidÃan a viajar a algún centro turÃstico del paÃs o del extranjero lo hacÃa para ver si superaban problemas de pareja, conflictos entre distintos miembros de una familia.
“Donde detecto quilombo, tengo ya un cincuenta por ciento de posibilidades de vender alguno de los planes de turismo de mi agenciaâ€, agregó.
Sin salir de mi sorpresa, turbado por el error que habÃa cometido, me volvà a disculpar y le prometà que uno de estos dÃas me daba una vuelta por su agencia para adquirir algún plan que pudiera interesarme, y asà compensar los golpes que le habÃa dado.
El tipo puso cara de comprensivo y, antes de estrecharme la mano para marcharse, dejó su tarjeta.
“Qué pelotudoâ€, me dije en voz alta luego de cerrar la puerta. Mientras volvÃa para el cuarto pensé que podÃa invitarla a Estela a acompañarme en ese viajecito que pensaba comprarle al tipo que habÃa golpeado.
“Esto la hará olvidar de la larga perorata que me estaba dando, y asà podremos seguir haciendo el amor tranquilamenteâ€, pensé, convencido que la idea era acertada.
*Este cuento pertenece al libro “Método Morello para no separarseâ€, Ediciones Patagónicas “Vela al viento†(2013), con prólogo de Alberto Fritz y dibujo de tapa de Juan Marchesi.

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