Miércoles, 29 de octubre
REGIONALES

La visita del psicólogo*/Por Claudio García

Cuento que pertenece al libro “Método Morello para no separarse”, Ediciones Patagónicas “Vela al viento” (2013), con prólogo de Alberto Fritz y dibujo de tapa de Juan Marchesi.

 â€œSeguramente esta historia no conduce a nada”, sentenció ella.

Mientras me torturaba con sus uñas, sacando pequeñísimas acumulaciones de grasa de los poros de mi espalda, me dijo luego que estar conmigo era repetir lo que le pasó con un tal Luis, un compañero de secundaria que la puso borracha en un baile en la casa de una amiga para hacerle perder la virginidad en el auto que le había prestado su viejo. Y yo, quejándome por la saña con que apretaba con las uñas de los pulgares de sus manos, me preguntaba qué relación podía haber entre aquella primera experiencia a sus 16 años con lo que nosotros estábamos viviendo, de vuelta de muchas parejas, pasando los 30.

“Que se acabó el amor”, dijo,  contestando mis pensamientos.

Contó entonces que había sido romántica, como lo entienden pendejas de quince años, clase media, con sentimientos que laten apresurados en una piel maniatada por los primeros maquillajes, ropas bien lavadas y, en especial, bombachas y corpiños rosas o blancos, que esperan esa noche en donde descubrir la desnudez bajo arrullos y palabras hermosas, versos susurrados al oído, manos fuertes y seguras.

“Sin embargo, muy confusamente -dijo ella-, descubrí entre resaca, dolor y un sol que entraba con toda maldad por los vidrios de mi pieza que ya no era virgen, y que, quien lo hizo, era prácticamente un desconocido”.

Se explicó que a partir de esa experiencia se baja la guardia, el amor es ante todo una traición y hay que andar con mucho cuidado. Comenzó a comportarse como si el amor fuera un juego en donde debía traicionar toda posible idea del otro de llegar a un sentimiento pleno, sincero y de mutua satisfacción.

“El amor se había acabado, pero pasaron un par de años más, una dejó la secundaria -contó todavía trepada a mi espalda-, y como se empieza a trabajar y a estudiar con una carga mayor de responsabilidades es como que se reconstruyen algunas metas que entre la pubertad y la adolescencia una presumía se debían perseguir en la vida, fundamentalmente, el amor. Entonces vuelve a ser algo posible y por conseguir”.

Siguió monologando: “Uno adhiere a ciertos convencionalismos que pasan de una a otra generación: se conoce a alguien, se conoce a otro, por fin se encuentran ciertas compatibilidades, entonces se trata de disfrutar el sexo, se suspira un ‘te amo’ en medio del orgasmo, se empieza a repetir en circunstancias menos sublimes, se hacen planes, la cosa dura dos o tres años, hasta el día que entre reproches y lexotanil una dice ‘no va más’, terminante como el que gritan los tipos que tiran la bola en la ruleta, y la vida empieza a poner en evidencia que pretende de uno algo más que pagar los impuestos”.

Se quedó quieta unos segundos en mi espalda, como anunciando que se venía el final de la reflexión, y agregó: “Así pasan diez años de la vida con la esperanza de un amor pleno, pero las experiencias terminan en el diagnóstico duro que algo falló. Se llega a los 30 y aparece un tipo como vos -dijo apretando con más fuerza en un milímetro de mi piel un poquito más abajo del cuello-, un amor calmo y previsible, donde en verdad uno se convence que ‘se acabó el amor’, como aquella vez en que ‘Luisnomeacuerdo’ traspasó la barrera del himen”.

“Ahora me siento mucho mejor”, dije no muy convencido que había entendido bien tanto palabrerío, pero con la sensación que en realidad sí había entendido y que en síntesis decía que podía estar conmigo como con cualquier otro, con la excepción por supuesto de alguien con la personalidad de un integrante del clan Mason o de la Jihad Islámica. Inmediatamente la imaginé de pareja con mi vecino, que es un tipo agradable e instruido, o un contador, un músico o con cualquiera que garantizara una relación ‘calma y previsible’.

No diría que me hizo doler como con sus uñas, porque hacía poco más de tres meses que estábamos juntos y todavía no estaba convencido si la amaba, pero no podía negar, digamos, cierta desazón, porque, como en toda relación, uno tiene expectativas, conscientes e inconscientes.

“No sabía que tenías una visión tan acotada del amor, o mejor dicho, una visión tan poco acotada de la vida”, agregué sin saber todavía muy bien si había empezado con una buena introducción de lo que quería decir y que en forma no muy clara bullía en mi cabeza, pero confiando, como lo hacía siempre, que bastaba empezar a hablar para que los pensamientos tomaran su verdadero rumbo.

“Creo que es una verdad de Perogrullo decir que se piensa del amor, según se vive el amor”, dije dándome vuelta por debajo de sus piernas, para mirarla a los ojos y agregar que “si lo viviste mal, te va a parecer que el amor es fantasía de telenovela, invención de poetas, pura ficción; si lo viviste bien el amor no sólo se siente sino también que se piensa, se respira, desborda, sale con nuestro aliento, nos envuelve como una niebla; si nos abandona, lo buscamos; si se debilita, tratamos de que vuelva a crecer; quien vivió el amor sólo puede querer la vida de esa manera, no por costumbre, y por eso te decía que si tenés una visión acotada del amor, necesariamente, tenés una visión acotada de la vida”:

En ese momento sonó el timbre de la puerta, así que luego de hacer un guiño indicándole que yo iría a atender, la aparté de mi cuerpo para agarrar el pantalón y la camisa e ir hacia la puerta.

El tipo que apareció parecía un vendedor, pero uno muy original. Llevaba una valija negra en su mano derecha, como la de un vendedor; estaba bien vestido, como un vendedor, y lo primero que me dijo fue: “le pido un minuto de atención”, como todo vendedor, pero, algo contrastaba: llevaba puesto un ridículo sombrero en la cabeza, coronado con una antena redonda que daba vueltas cumpliendo, seguramente, alguna función que yo desconocía.

El vendedor o supuesto vendedor enseguida comenzó a explicarme por qué llevaba ‘eso’ en la cabeza: “Esto es algo como un radar que me ayuda a detectar aquellas personas que van a estar muy interesadas en que yo les preste mis servicios”, expresó con énfasis. Sin esperar a que yo acotara algo, continuó diciendo: “Este aparato de última tecnología me permite escuchar las conversaciones o discusiones que están ocurriendo dentro de las casas, detectando de este modo a quienes presentan conflictos que sólo un profesional de mi tipo puede atender. Muchos se sienten molestos con que exista este tipo de tecnología -y aquí volvió a señalar su ‘radar’ con uno de sus dedos, como para que no quedara duda de qué estaba hablando-, y comparto que, en manos de la policía o alguno de esos organismos que tiene el Estado para vulnerar las libertades individuales, este instrumento no puede menos que calificarse de nefasto, pero no es este el caso.  Yo soy psicólogo y psicoanalista, y, a diferencia de la mayoría de mis colegas que atienden en sus consultorios particulares, con tarifas costosas a las que sólo pueden acceder pacientes de clases altas o medias altas, estableciendo de este modo una injusta discriminación social al excluir de una posible cura a quienes no pueden pagar el acceso a una terapia de este tipo… como le decía, como profesional de la psicología, no creo que ésta deba ser costosa ni transformarse en una especie de gueto al que sólo unos pocos pueden acceder. Yo no me quedo en un consultorio sino que salgo a la calle, busco mi clientela con la seguridad de que hay miles y miles en esta ciudad que me necesitan. Como decía Freud, toda persona normal es sólo aproximadamente normal, y cada vez más, la complejidad de las ciudades y de la vida moderna facilitan que en algún punto el ‘yo’ de cualquier hijo de vecino se parezca al de un psicótico”.

Apenas si salía de mi asombro, ya que nunca hubiera pensado que podría atender la puerta y encontrar algo así como un psicólogo o psicoanalista a domicilio, y no solamente por esto, sino ser ésta una persona que, sin que yo supiera y sin mi autorización, había estado enterándose, no sé desde hace cuánto tiempo, lo que yo estaba hablando con mi pareja. Como él mismo había dicho, sería nefasto que éste tipo de ‘radar’ fuera utilizado por la policía o cualquier organismo de seguridad o de lo que sea, pero también me parecía nefasto que un psicólogo, un vendedor de seguros o un inspector de la compañía de gas recorriera los edificios con un aparato similar. Era una descarada intromisión en la intimidad de las personas.

El tipo pareció leer en mi cara mis reparos y dijo con seguridad: “No se preocupe. Soy un profesional médico”. Inmediatamente se agachó y sacó de su portafolio una carpeta negra con una serie de papeles que empezó a mostrarme. “Aquí tengo mi título y certificados de los distintos cursos de capacitación que he realizado -señaló, empinando las cejas en un gesto de orgullo-; como verá me he recibido de psicólogo, y me he especializado en numerosas ramas de la psicología, como psicología infantil, psicoanálisis, perturbaciones de la afectividad, esquizofrenia, medicina psicosomática, sadismo y masoquismo en la conducta humana, etcétera. etcétera… más de trece años de estudio, y llevo ya unos siete de práctica. He curado totalmente a numerosos pacientes, así que no tenga miedo porque ande caminando por la vereda o por los pasillos de los edificios con este aparatito que, en mis manos, es tan inofensivo como el estetoscopio de un médico generalista. Sirve para que yo ubique a quienes pueden necesitarme, para nada más… Después de todo, usted no será esos anticapitalistas románticos y nostálgicos de un pasado premoderno, que detesta la tecnología, un cultor de la new age y de los productos light o algo así…”, tras lo cual se quedó mirando fijo, arqueando esta vez las cejas en forma interrogatoria.

“No, por favor…”, contesté, y me sentí obligado a fundamentar que “soy un racionalista impenitente, y por ende hago un culto del hombre de ciencia y sus productos; aunque soy crítico de la sociedad moderna, de la cultura de masas, no debe confundirse eso con cierto romanticismo o ecologismo reaccionario, no, en especial no tengo nada contra ese aparatito que lleva en la cabeza, sino que dudo de la legitimidad de su uso…”.

Bajó las cejas, y moviendo la cabeza de izquierda a derecha en un movimiento que quería expresar ausencia de malicia, insistió que nada de cuestionable tenía su ‘radar’ y que si lo dejaba entrar unos minutos podía explicar a mi compañera y a mí la importancia de que un profesional de su tipo pudiera ocuparse de los problemas que se estaban presentando en nuestra relación…

Dudando todavía de sus intenciones abrí la puerta y lo dejé entrar.

Lo invité a sentarse en una de las sillas del comedor al  tiempo que pegué un grito a Carolina para que viniera, aclarando que se arreglara porque estaba con gente.

El tipo  dijo que se llamaba Carlos Cóppola, acotó que su apellido, no sé por qué razón, iba bien con una profesión como la suya y se mantuvo, los primeros minutos, prácticamente en silencio, aguardando a que Caro llegara, con su mayor cara de asombro, al comedor.

Empezó a hablar, repitiendo en los primeros cinco minutos más o menos lo mismo que me había explicado, como para que mi pareja se pusiera al tanto también de qué se trataba todo. Ella puso también reparos sobre el ‘radar’, pero en cierta medida su cara delataba que encontraba agradable la situación, e incluso asintió cuanto el psicólogo despotricó contra sus colegas por eso de los consultorios y el nivel de las tarifas, acotando que ella siempre lo  había pensado, que era una barbaridad que la mayoría de psicólogos o psicoanalistas actuaran como si la terapia incluyera como requisito el ser costosa, estar restringida socialmente y etcétera, etcétera.

 -¿Me había quedado en Susana, no?- pregunté a Carlos que escuchaba acomodado en un sillón frente a mí, con un cuadernito en una de sus manos en donde iba anotando aquellas cosas que seguramente se encontraban en el rubro de las esenciales o importantes de mi vida y no de las triviales y de rol secundario para el objetivo de su terapia.

Era así nomás; por tercera vez recibía a ese psicólogo extraño que apareció así como así en la puerta de casa, con un radar coronando su cabeza, y convenció a Caro y a mí que esas discrepancias que teníamos sobre el amor y, en última instancia, sobre nuestras perspectivas como pareja, requerían del apoyo de un “psicólogo y psicoanalista”, como él se designaba. Turnándonos, día por medio, en las sesiones, -porque Carlos nos sugirió que debíamos descartar un tratamiento ‘de pareja’; las terapias debían ser separadas, y él ya nos iba a indicar en qué punto del tratamiento correspondería que las sesiones se hicieran con los dos-, Carolina y yo nos encontramos contándole de manera caótica al tal Cóppola -que no podíamos negar, nos había caído bien-, las experiencias de cada uno con el sexo opuesto, desde los años en que, obviamente, el sexo opuesto empezó a sacudir nuestro libido.

Las sesiones se repitieron sin cambios significativos por casi un mes y medio. Durante ese tiempo Carlos se mostró como una persona simpática, agradable y con una actitud casi de pasividad. Escuchaba lo que yo le iba contando de mis viejas relaciones y, más allá de lo que anotaba en una libreta, a la que por supuesto negaba su acceso, no comentaba mucho. Algunas cosas nomás, como para orientarme en los aspectos del relato que aparentemente eran más importantes para su terapia, pero nada o muy poco de sus propias opiniones. Eso ya llegaría con el tiempo, decía.

Una tarde, sin embargo, Carlos empezó a hablar, pero en nada parecido a lo que yo esperaba. Interrumpía constantemente lo que yo le contaba, asumiendo un tono agresivo y sentenciando sobre mis acciones de otro tiempo con juicios casi de tipo moral. Por ejemplo, le hablaba sobre Susana, cuando todavía no había pasado los 20, de cómo la había envuelto presumiendo de intelectual, parafraseando autores que había leído, con el simple cometido de llevarla a la cama, dadas las ganas que tenía por esa época de tener las mayores experiencias sexuales posibles. Entonces él interrumpía como con fastidio, y me acusaba de asumir actitudes notoriamente machistas, egocéntricas, que buscaban lastimar a otros para reforzar mi propia personalidad mezquina y, otros juicios por el estilo que, progresivamente, aumentaron mis dudas sobre las buenas intenciones de su terapia, del perfil progresista y abierto del que se había ufanado en las primeras charlas. Paralelamente, empecé a notar también cambios significativos en Carolina. Se puso esquiva; repitiendo continuos justificativos para no hacer el amor y sus horarios dejaran de coincidir con los míos. Cuando charlábamos era notorio su fastidio, su poca atención en mis palabras y el desinterés en contarme sus cosas. Me llamó especialmente la atención que cuando hablábamos de Carlos y de nuestras respectivas terapias (cosa que en las primeras dos semanas de sesiones hacíamos con regularidad, bromeando, porque desconfiábamos  de lo que estábamos haciendo, pero creíamos que de igual manera podía valer la pena, por lo menos como un juego atrayente, fuera de lo común, del que quizás algo aprenderíamos) enseguida desviaba la conversación hacia otros asuntos.

Las dudas finalmente se aclararon. Me di cuenta que las sesiones con Carlos no transitaban ya los caminos trazados por la teoría psicoanalítica o alguna de sus variantes. De lo que la mayoría de psicoanalistas llama el método de la ‘libre asociación’, por el cual Carlos debía estimularme para hablarle con confianza de todo lo que viniera a la mente: sueños, dudas, recuerdos, preocupaciones, lo que fuera, para ir encontrando de a poco las huellas firmes que condujeran a una mejor conciencia de mi situación como persona, de mis metas y, fundamentalmente, crecer con mi pareja, porque ese había sido el objetivo inicial, pasamos a lo que podía llamarse ‘la libre agresión’ del terapeuta al paciente. Sencillamente Carlos me interrumpía a cada minuto únicamente para utilizar calificativos hirientes hacia mi persona. El mensaje claro de todas sus acotaciones y consejos era  más o menos que todo lo que había hecho y todo lo que hacía, todos mis sentimientos, todas mis pretensiones y esperanzas eran propias de un tipo detestable que, lo mejor que podía hacer para corregirse era abandonar la civilización para vivir como un ermitaño en una isla desierta.

Me di cuenta que no había ninguna estructura científica elaborada en su terapia, sino el simple odio que descansa en toda naturaleza humana contra alguien que afecta sus deseos más profundos. Carlos estaba enamorado de Carolina, y, obviamente, el sentimiento era recíproco.

“Te parece que el amor es sólo puro palabrerío y que en realidad sólo se trata de pasarla bien con quien sea?”, dijo Estela con cara de pocos amigos, después que en medio del amor me confundiera y, en vez de llamarla por su nombre, susurrara en su oído el de Carolina y me disculpara diciendo, precisamente, que se trataba de pasarla bien y que no esperara nada de mí, que si me confundía era porque en última instancia me importaba muy poco si lo hacía con ella o con la vecina.

“El amor es que dos personas se gusten y compatibilicen algunas cosas, fundamentalmente, en la cama, y que no haya compromisos porque la fidelidad es pura hipocresía”, le dije sin que se me parara alguno de los pelos transpirados de mi cabeza, y enseguida acerqué mi boca a uno de sus senos, indicándole claramente que quería continuar haciendo el amor y no charlando pelotudeces.

Me hizo a un lado con enojo y empezó un discurso que trajo reminiscencias de pensamientos que sostenía tiempo atrás. “No sabía que tenías una visión tan ‘chicata’ del amor, seguramente que viviste muy mal todas tus relaciones, porque si hubieras conocido el amor te darías cuenta que no sólo se siente sino también que se piensa, se respira; si nos abandona, tratamos de que vuelva… Quien conoció el amor, no concibe la vida sin amor…”.

Cuando la cosa venía de cátedra, por suerte sonó el timbre. Sin darle chance de decir algo así como que “no le demos bolilla y continuemos hablando”, me levanté de la cama, manoteé el pantalón del piso, y me dirigí rápidamente a abrir la puerta.

El tipo que encontré con la mano levantada, a mitad de camino de un nuevo timbrazo, parecía un vendedor. Estaba bien vestido y llevaba una valija como todo vendedor, pero tenía algo raro en su frente. Me hizo acordar enseguida a aquel hijo de puta de psicólogo que un día apareció con una especie de radar en la cabeza y se terminó llevando a Carolina a quien, descubrí después, sin ninguna terapia, y a pesar de lo poco que estuvimos juntos, en realidad amaba profundamente. Este tipo no tenía un radar, sino una especie de sopapa pegada en la frente, coronada con dos antenitas que emitían pequeños chispazos, como dos cables en cortocircuito. Luego de decir un “buenas tardes” ceremonioso, mostrando con una sonrisa casi todos sus dientes, agregó un “no se preocupe por esto”, señalando el aparatito en su frente con uno de los dedos de su mano derecha. Sin darme tiempo a decir algo, explicó, palabras más o menos, lo que en su momento dijo el hijo de puta de Cóppola sobre su radar: “Mientras recorro los pasillos de los edificios de departamentos o camino por las veredas, este moderno invento -volvió a señalar su frente con uno de sus dedos-, creado en los Estados Unidos y ya muy difundido en Europa, permite detectar en los distintos hogares las voces altas, gritos, golpes, el estruendo de objetos que se rompen o estrellan en el piso, es decir, identifica el conflicto en una pareja o entre los distintos integrantes de una familia, y así sé donde puedo ofrecer mis servicios”.

Sin darle tiempo a continuar, le pegué una tremenda piña en medio de la reluciente y cuidada dentadura que le permitía poner su mejor sonrisa para engatusar a la gente. El tipo cayó para atrás y, ya en el piso, le pegué una patada en las costillas gritándole, medio descontrolado, “andá a psicoanalizar a tu abuela, hijo de puta”.

Me detuve.

Me di cuenta que había actuado impulsivamente y que este psicólogo -suponía que era psicólogo- no tenía que pagar las culpas de aquel otro reverendo hijo de puta que me quitó a Carolina y, a la vez, transformó mis convicciones sobre la necesidad del amor en otras más prácticas y utilitarias de la mujer como simple dama de compañía y objeto para la satisfacción sexual.

“Usted está loco”, dijo el tipo, aprovechando que me había calmado y se levantó del piso disgustado, acomodándose nerviosamente las ropas con las dos manos.

“Le pido mil disculpas”, dije, y levantando la valija que había quedado tirada en el piso, expliqué cuáles habían sido las motivaciones para agredirlo de esa manera. “Es verdad, me puse loco -expliqué-, porque al verlo me vino la imagen de ese hijo de puta de psicólogo que un buen día se presentó a mi puerta con la misma amabilidad que usted y terminó sacándome a mi mujer”.

El tipo puso su mejor cara de asombro y exclamó, también para mi sorpresa: “Pero, yo no soy un psicólogo, ni psiquiatra, ni psicoanalista ni nada parecido; yo no tengo nada que ver con alguna profesión médica…”. Sostuvo su valija en forma horizontal sobre uno de sus brazos y, al abrirla, hizo ver que guardaba, en forma desprolija, muchos folletos de promoción turística. Me explicó que era dueño de una agencia de viajes y que desde hacía un año había descubierto que el mejor sistema de ventas era ese aparatito que tenía en su frente, porque un gran porcentaje de aquellos que se decidían a viajar a algún centro turístico del país o del extranjero lo hacía para ver si superaban problemas de pareja, conflictos entre distintos miembros de una familia.

“Donde detecto quilombo, tengo ya un cincuenta por ciento de posibilidades de vender alguno de los planes de turismo de mi agencia”, agregó.

Sin salir de mi sorpresa, turbado por el error que había cometido, me volví a disculpar y le prometí que uno de estos días me daba una vuelta por su agencia para adquirir algún plan que pudiera interesarme, y así compensar los golpes que le había dado.

El tipo  puso cara de comprensivo y, antes de estrecharme la mano para marcharse, dejó su tarjeta.

“Qué pelotudo”, me dije en voz alta luego de cerrar la puerta. Mientras volvía para el cuarto pensé que podía invitarla a Estela a acompañarme en ese viajecito que pensaba comprarle al tipo que había golpeado.

“Esto la hará olvidar de la larga perorata que me estaba dando, y así podremos seguir haciendo el amor tranquilamente”, pensé, convencido que la idea era acertada.

*Este cuento pertenece al libro “Método Morello para no separarse”, Ediciones Patagónicas “Vela al viento” (2013), con prólogo de Alberto Fritz y dibujo de tapa de Juan Marchesi.

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