En un teatro de Buenos Aires se representaba una obra seria, un drama, pero dos espectadores, amigos, se habían tentado de risa y no podían contenerse.

El público, molesto por esa falta de respeto al trabajo de los actores, de a poco comenzó a hacer evidente su enojo, largando improperios a la pareja desubicada. Así, empeoraban lo que trataban de remediar. Los actores, ante el desorden, perdían la concentración. Sin embargo, los dos amigos no cejaban con su risa, y el resto del público incrementaba los insultos, chistidos y gritos con la intención de hacer regresar a la cordura a la pareja insolente. La obra de teatro contaba la historia de un hombre y una mujer jóvenes, enamorados y un poco intelectuales, que con una actitud romántica, anticapitalista, habían decidido irse a vivir al campo; creían que allí, cerca de la tierra y de la gente simple, recuperarían una existencia más plena, en equilibrio con la naturaleza y con el espíritu del hombre, lejos de esas ciudades donde triunfaba lo material, el vacío entre muchos. Los personajes estaban convencidos que la supuesta racionalidad científica y técnica, simbolizada por la gran ciudad, acunaba en sus brazos al hombre irracional y con amnesia sobre los valores más importantes. Pero a medida que se desarrollaban las escenas, descubrirían que esa huída al interior rural les deparaba en realidad otra cosa: pobladores hoscos, con prejuicios ancestrales, el aburrimiento y otro tipo de vacío, peor que el de los centros urbanos donde, al menos, se es más libre de intentar cosas sin que las personas lo anden señalando a uno con el dedo.

Cuando el público comenzó a alterarse por las risas de dos espectadores, la obra se encontraba en el tercer acto, en una escena donde los personajes comienzan a tener conflicto entre ellos. Esos entredichos reflejaban en cierta medida la incapacidad de sincerarse y reconocer que la opción de vida elegida,  había sido equivocada. A pesar de la fuerza dramática de la obra, los actores no podían evitar mirar de soslayo al público irrespetuoso, y el nerviosismo de la situación les hacía equivocar el texto. El primer actor no sólo estaba confundido, sino además furioso por la actitud del público que, indudablemente, con el enojo creciente y los insultos hacia la pareja reidora, perdía el hilo de la historia, la riqueza conceptual de la obra y sus dotes actorales. La actitud del público hacía identificar al actor con la postura inicial de la obra, crítica a la vida de ciudad y a su gente. Pensaba con enojo: "Gente de ciudad como la de este público... insensible a las cosas realmente importantes, que sólo atiende las cosas superfluas, y en última instancia, sus escalas de valores giran alrededor del dinero, el ascenso social...". Sin tiempo de razonar con profundidad, porque a pesar del escándalo en las butacas trataba de continuar con la actuación, lo fue embargando un sentimiento de repulsa contra los espectadores. No soportaba esa actitud de enfrascarse en gritos contra dos personas que si bien se reían de forma desubicada en mitad de una obra teatral seria, lo más sensato era ignorarlos por respeto a los actores, que de todas formas no iban a distraerse del todo por esa risas. ¿Cómo podían ser tan tarados? pensaba el actor. ¿Cómo no se dan cuenta que están empeorando todo, y que de esta manera nuestra actuación se hace insostenible?

De pronto, no aguantó más, le hizo una seña a su compañera de actuación, y encaró al público gritando: "¡Basta! ¡Basta!. ¡Ustedes! -dijo señalando con el índice de su mano derecha a los dos risibles amigos-, ¡Paren de reír, estúpidos! ¡No ven que son la causa de todo este desorden!". Y agregó: ¡Ustedes! -con un movimiento de mano indicó que se dirigía al resto del público- ¡No se dan cuenta que en lugar de ayudar, empeoran todo! ¡Que están todos chillando y gritando como animales, y así no podemos concentrarnos!". El enojo del actor dio resultado, y todos callaron de pronto, tomando conciencia de la verdad de la reprimenda. Pero el actor se encontraba tan enfurecido como para no detenerse. Estaba, en cierta medida, sacado de las casillas, perturbado.  Se le embrollaron en su cabeza las ideas iniciales del personaje de la obra, con las suyas, de actor ofendido por la falta de respeto del público. Y así, con una expresión de orador de barricada, echó en cara de un público azorado un discurso en que describía los peores aspectos de los centros urbanos, y como éstos generaban un tipo de persona en cierta medida detestable. Exclamó: "El consumo, y todas esas cosas supuestamente útiles por las que un gran número de gente corre todo el día, deslomándose en oficinas y otros lugares grises y rutinarios, viajando en subtes y colectivos atestados como sardinas en lata, no puede más que generar hombres inútiles. Como ustedes, que creen cumplir con su pose de clase media culturosa, viniendo cada tanto a un teatro como éste, pero luego no tienen el más mínimo respeto por los actores..."  Al llegar a ese punto, la mayoría de los espectadores no pudo menos que sentirse ofendido, y con insultos al actor se empezó a levantar de las butacas y a marcharse ofuscado del teatro que, en pocos segundos, quedó prácticamente vacío. El actor se dio cuenta de pronto de lo que había hecho; que se había trastornado, acusando al público de cargos de los que ni siquiera estaba seguro de su fundamento, gratuitamente, influenciado en parte por el contenido de la obra. Su compañera de actuación, al lado, le recriminaba: "¡Qué hiciste! ¡Qué hiciste!.. Y de la platea llegaban nuevamente las risas de esos dos amigos, los únicos espectadores que todavía permanecían en el teatro, que quizás ahora sí se reían en forma justificada.

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