Asocio siempre ser lector a
leer libros. Estoy acostumbrado a estar entre libros, como que otras lecturas
son “menoresâ€, un complemento necesario para estar informado y sostener cierta
cultura general. De hecho considero la lectura en papel “superior†a la de los
soportes digitales, quizás por más Ãntima y humana. El libro es otra cosa. “Una
inequÃvoca muestra de salud mentalâ€, dijo Fernando Savater, pero también un
amigo que nos acompañará siempre. Para quienes amamos la lectura, una vida sin
libros serÃa un error, parafraseando a Nietszche.
Fue Jean Paul Sartre quien dijo: “Yo habÃa encontrado mi religión: nada me parecÃa más importante que un libro. En la biblioteca veÃa un temploâ€. En mi caso también la lectura es una religión, la única en realidad dado mi ateÃsmo. Una religión laica.
Aunque parezca una perogrullada, los libros hacen pensar, emocionan, conmueven, alegran, generan, en fin, distintos sentimientos. Como dijo Sthepen King nos ofrecen consuelo y refugio: “La buena literatura, las buenas historias, son el detonante de la imaginación, y creo que el propósito de la imaginación es ofrecernos consuelo y refugio a partir de situaciones y momentos que de lo contrario hubieran resultado insoportablesâ€.
Las cosas que nos acercan a la felicidad o a la sensación de plenitud generalmente suelen ser inmateriales y no necesitan justificación. La lectura entra en esta sentencia. Kafka escribió alguna vez que el hombre vive justificándose ante una serie de tribunales inferiores y superiores. Por ejemplo, el tribunal familiar, todas esas cosas que uno hace y dice para tener un juicio “favorable†de los afectos cercanos o para no dañar esas relaciones con las que convivimos a diario. Otro tribunal es el del trabajo, las “justificaciones†diarias que uno debe hacer para no afectar ese medio que nos permite “ganarnos el panâ€. Esa cruda sensación que tenÃa el escritor de que muchas veces las horas de su trabajo le robaban “un trozo de su carneâ€.
Pero por sobre todas las justificaciones, habÃa algo en lo que Kafka no sentÃa que se justificaba. Y eso era la lectura y la escritura. Que en los escritores es inseparable. Se escribe porque también se lee. Para Kafka, como para King, una vida en la que solo hay que “justificarse†serÃa insoportable. Kafka mencionaba ese contraste: “…en mà todo está preparado para un trabajo poético (la lectura y sobre todo la escritura) y semejante trabajo serÃa para mà una solución celestial y una verdadera manera de cobrar vida, mientras que aquà en la oficina, por un miserable legajo, tengo que robarle un trozo de su carne a un cuerpo capaz de semejante felicidadâ€. Deténganse un poco en el peso de esa frase. Kafka como escritor –y como lector, hay que leer los diarios de Kafka que explicitaban que el ideal de su vida pasaba por estas dos cosas y a las que no dudaba sacrificar incluso toda relación personal y afectiva- acercaba su cuerpo a la “felicidadâ€, Kafka como empleado, sentÃa que le desgarraban ese mismo cuerpo.
Hay un libro de Ricardo Piglia que lleva el tÃtulo “El último lectorâ€, donde el autor reflexiona precisamente sobre la lectura desde distintas ópticas, desde la obra de distintos escritores –las figuraciones del lector en la literatura-, pero también de la vida de grandes hombres de pensamiento y acción. Y allà está Kafka y su postura digamos extrema con la lectura y la escritura.
Piglia cuenta como en la relación epistolar con Felice Bauer -las cartas fueron instrumento también para seducirla- en un momento le envÃa una cita, un poema chino, de Yan Tsen-tsai, donde en cierta medida la previene de sus prioridades:
“En la noche frÃa, absorto en la lectura
De mi libro, olvidé la hora de acostarme.
Los perfumes de mi colcha bordada en oro
Se han disipado ya y el fuego se ha apagado.
Mi bella amiga, que hasta entonces a duras penas
HabÃa dominado su ira, me arrebata la lámpara
Y me pregunta: ¿Sabes la hora que es?â€.
Kafka se referirá a ese poema en otras cartas y el alerta a la mujer pasaba por allÃ: la lectura no puede ser objeto de disputa. La necesidad de estar aislado del mundo, leyendo, y la interrupción a esto como lo no deseado. El peligro o la amenaza de la compañera interrumpiéndonos.
En otra oportunidad lo hace más explÃcito, en este caso con la escritura: “Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mà consistirÃa en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribirâ€. Como escribió Piglia: “DifÃcil encontrar algo más extremoâ€.
Quienes amamos leer tuvimos también momentos de nuestra vida en que caÃmos en ese nihilismo. Ese extremo de ser lectores insomnes o lectores adictos. Donde ya la lectura “no es una inequÃvoca muestra de salud mentalâ€, sino una experiencia rayana a lo insano. Recuerdo que alguna vez en un poema dejé reflejado esa etapa en que leÃa y releÃa demasiado, mencionando que, entre otras consecuencias, tenÃa “un sueño recurrente/donde mis libros vuelan como pájaros/alrededor y me atacan y golpean con ferocidad/en un sÃmil de la pelÃcula de Alfred Hitchcockâ€â€¦
La lectura, refugio de los revolucionarios
Los hombres y mujeres que más admiro han tenido el hábito de la lectura. Y en parte me he identificado con ellos por eso. No sólo escritores, filósofos, pensadores, que tienen como base de su obra ser necesariamente cultores de la lectura de libros, sino hombres que han trascendido por su praxis, por ser revolucionarios.
Por ejemplo, el Che Guevara, lo que también es señalado y analizado por Piglia en el libro mencionado. Para el Che la lectura fue un refugio aún en los momentos más álgidos de la lucha revolucionaria, aunque a veces lo vivÃa como una debilidad: “Mis dos debilidades fundamentales: el tabaco y la lecturaâ€, escribió en el diario de la guerra en el Congo.
Creo que sin una cosa no podÃa haber sido la otra, sin el hábito de la lectura no hubiera sido revolucionario. Fue un gran hombre, uno de los pocos que nos mostraba la diferencia “entre lo que es y lo que puede ser un hombreâ€, como señaló Fernádez Retamar, y sin dudas el Che-lector fue inescindible del Che-praxis, el Che-revolucionario. No es casual que esa integralidad que admiro esté simbolizada en una reproducción de una foto que tengo de él en un cuadro: acostado en un catre en una miserable casucha en una pausa de la lucha en Sierra Maestra leyendo un libro de Goethe.
Piglia menciona también otra foto: “Guevara en Bolivia, subido a un árbol, leyendo, en medio de la desolación y la experiencia terrible de la guerrilla perseguidaâ€.
Un compañero en la guerra de liberación en Cuba –señala también Piglia- decÃa del Che: “Lector infatigable, abrÃa un libro cuando hacÃamos un alto mientras que todos nosotros, muertos de cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos de dormirâ€.
Un guerrillero necesita estar liviano, sin mucha carga, porque la caracterÃstica de su lucha es la movilidad. El Che, sin embargo, nunca se desprendió de los libros. Esto lo mencioné en un cuento que escribà que, en gran medida, es un homenaje al Che y que se llama “El guardiacárcel guevaristaâ€. Allà escribo en una parte: “…por su coherencia en llevar a la praxis lo que pregonaba, y por su moral intachable en la lucha, que lo diferenciaba de las caracterÃsticas que luego tomarÃan muchos grupos de guerrilla rural o urbana, casi ningún militante de la izquierda podÃa dejar de sentir simpatÃa con el Che. Por eso también, a pesar de las diferencias, todas las corrientes querÃamos un poco apropiarnos de su figura, de su prestigio. Recuerdo que se comentaba que al momento de su muerte en la escuelita de La Higuera en Bolivia, el Che llevaba en su mochila un libro. Cada corriente de la izquierda adjudicaba la autorÃa del libro a su referente ideológico. Por ejemplo, nosotros decÃamos que se trataba de La Revolución Permanente de Trotski, y los chinófilos El Libro Rojo de Mao… (de hecho en los manuscritos del Che en Bolivia, que se guardan en el Banco Central de ese paÃs, hay transcriptos citas de los dos) â€. Y sÃ, cuando es detenido en Ñancahuazu, lo único que conserva –ha perdido todo, hasta sus zapatos, recuerda Piglia-, es un portafolio de cuero, que tiene atado al cinturón, en un costado derecho, donde guarda su diario de campaña y uno o más libros.
Otro revolucionario lector que admiro es León Trotsky –hace unos años el cubano Leonardo Padura escribió sobre él y sobre su asesino Ramón Mercader un gran libro de ficción pero con base histórica, “El hombre que amaba a lo perros†-. Y ya que mencioné al Che, a mi juicio y con sus diferencias, se pueden encontrar mucha similitudes entre el argentino y el ruso (Padura dice en una entrevista que en Cuba faltó un Trotsky, pero el que más se acercó fue el Che), de hecho, lo escribo en mi cuento “El guardiacárcel guevaristaâ€, la consigna de “Crear dos, tres… muchos Vietnam†era en cierta medida trotskista y se alejaba del PC y de la polÃtica castrista a partir de su alineamiento a los dictados del Kremnlin. Trotsky vivió, como el Che, esa tensión entre la praxis y la lectura y escritura. Más lector y con mayor amplitud que LenÃn –sin entrar en el juzgamiento de sus actos estrictamente polÃticos-, podemos señalar que fue más prolÃfico en sus escritos, sin que eso afectara una trayectoria incomparable en la acción; allà está su impresionante “Historia de la revolución rusaâ€, que sobre esa etapa no tiene equivalente, pero hay innumerables escritos sobre temas diversos, como la literatura –el panfleto escrito con André Breton donde propugna junto a la economÃa planificada el anarquismo o la más amplia libertad para la creación literaria o cultural, y sigue muy vigente la tesis planteada en “Literatura y revolución†que deberÃan leer aquellos que sujetan al escritor a la “identidad nacional o regional†o a ser simple producto de algunos condicionantes sociales o de clase-, el psiconálisis, la historia y la filosofÃa. Por algo Trotsky confesó, en “Mi vidaâ€, que no hay nada mejor que una pluma bien afilada para poder comunicar a los demás el pensamiento propio, lamentándose que la acción revolucionaria le impidiera estudiar metódicamente.
Otros revolucionarios tuvieron esa caracterÃstica, Gramnsci, por ejemplo, leyendo en la cárcel “un libro por dÃa†o cualquir cosa que, sorteando la censura fascista, le caÃa en las manos. O Rosa Luxemburgo confesando que se sentÃa mejor en un jardÃn leyendo que en un congreso del partido.
Nuestro Sarmiento también –que con todos sus claroscuros admiro- fue un ejemplo de praxis y pensamiento, de praxis y lectura, de praxis y escritura. En su “Diario de Gastosâ€, escrito en sus viajes por Europa entre 1845 y 1847 –un registro detallado de lo que gastaba, donde no ocultó ni siquiera el costo de una ‘orgÃa’-, figuran necesariamente libros, papeles y plumas.
¿Para qué leer?
Hay que decir también que el hecho de leer muchos libros no asegura certezas, el acceso a la verdad, ni mucho menos la felicidad. Al contrario, en mi caso, cuanto más leo, generalmente mi cabeza termina embrollada en muchos pensamientos y cuesta alcanzar algo de claridad. En realidad cuanto más uno lee, se es más ignorante. Porque cada nuevo libro abre miles de preguntas e interrogantes, abre nuevas sendas de las cosas que no se saben. Quien no lee no es ignorante porque vive conforme a su aquietamiento, su mundo se limita a la rutina de cosas que conoce.
¿Para qué leer entonces dirán algunos?
Algo de esto ya lo planteó Voltaire en su cuento “Historia de un buen BrahmÃnâ€. Precisamente el BrahmÃn, hombre de buen juicio, lleno de ingenio y muy sabio, se quejaba que hacÃa cuarenta años que estudiaba pero que lo ignoraba todo. “A veces estoy a punto de caer en la desesperación cuando pienso que, después de tanto estudiar, no sé ni de dónde vengo, ni lo que soy, ni adónde iré, ni lo que será de mÃâ€, decÃa. Por contraste a la situación del BrahmÃn, cerca de la casa de este sabio, vivÃa una vieja india, pobre, imbécil de acuerdo al relato de Voltaire, que “en toda su vida nunca habÃa reflexionado ni un momento acerca de una sola de las cuestiones que torturaban al BrahmÃnâ€. Y que sin embargo se consideraba la más feliz de las mujeres. Al BrahmÃn le preguntan entonces: “¿No lo avergüenza ser desgraciado cuando a su puerta hay una vieja autómata que no piensa en nada y que vive contenta?â€. Y el viejo sabio contesta: “…cien veces me tengo dicho que yo serÃa feliz si fuese tan necio como mi vecina, y sin embargo no quisiera semejante felicidadâ€.
El cuento plantea entonces la pregunta: ¿Es preferible enfrascarse en la lectura, utilizar la razón, torturarse con las grandes preguntas de la vida, tratar de aprender, buscar la sabidurÃa, a costa de la felicidad?
En principio habrÃa que preguntarse también cuánto de real tiene la felicidad en el hombre si se basa en el escapismo, en los paraÃsos artificiales, si nos acercamos a la animalidad, en el sentido de desechar la razón, porque el hombre es hombre en tanto es un animal racional. Conformarnos con comer, coger, dormir, quizás nos traerá la felicidad, pero será artificial en el sentido que uno pasará por la vida sin sorber su médula, quedándose en la superficie.
Alguna vez escribà en un poema que una vida más pensada quizás no nos haga feliz, pero es la que menos miente. La insatisfacción en este sentido no debe ser tomada con pesimismo, no nos debe “bajonear†ni traernos una sensación frustrante de la vida. Debe ser tomada como un acicate para seguir planteándonos objetivos y en esa búsqueda creo que se irán conquistando las gotitas de la felicidad más valiosas. Porque como ya lo decÃan algunos filósofos, ser hombre, ser animal racional, no significa solo tener percepción de lo que somos, algo más que un ser viviente, sino implica tener conciencia de lo que puede ser y debe ser. Como escribió Hidegger, al perfeccionar esa definición de que el hombre es el animal que piensa, “el hombre es el animal que representaâ€.
Dijo el filósofo alemán, quizás uno de los más importantes del siglo XX por su influencia en otros pensadores: “El mero animal, por ejemplo, un perro, nunca representa nada, porque jamás podrá poner algo delante de sÃ; para esto el animal deberÃa percibirse a sà mismo. Pero no puede decir yo, pues no puede decir cosa algunaâ€. El hombre en cambio es el animal que representa, “el animal del que es propio poder decir algoâ€.
El español Fernando Savater escribió un ensayo impresionante a favor de la ignorancia, en el sentido que le dábamos al principio de esta reflexión: la ignorancia que surge de leer mucho, de enfrascarse en la fatigosa tarea del crear, el aprender, el tratar de alcanzar espacios de sabidurÃa. Reiteremos que quien se ancla en la quietud, en la rutina del instinto y de unos pocos conocimientos básicos, tiene vedado el acceso a la médula del hombre, a lo que le es más eficaz en el terreno del espÃritu.
Para Savater la sabidurÃa es el arte de emplear bien la ignorancia. “Lo mejor del mejor saber es que descubre nuevas y fascinantes parcelas de ignorancia. El resto de lo que con certeza conocemos es rutina, pasmo engañoso, aquietamiento, devoción dogmática. La ignorancia, en cambio, es zozobra, acicate, pregunta, imploración y exploración. Como bien suele decirse, la ignorancia es atrevida; en cambio, la certeza es timorataâ€.
Y aquà llegamos a algo muy importante que plantea el español. Esta ignorancia, no la de la quietud sino la de la búsqueda, es la principal fuente para la creación, para el arte, para la literatura. Dijo Savater: “Acerca de lo que ignoramos imaginamos necesariamente tener algo que decir, y por ello emprendemos la tarea especulativa por excelencia: la invenciónâ€. Y afirmó: “… el lado más estimulante de la ignorancia es el descubrimiento jubiloso de que nada ni nadie nos dictan completamente lo que debemos pensar… Ignorar es poder elegir, fundar por nuestra cuenta y riesgoâ€. Bajo esta fundación surgen los mejores libros de imaginación, las mejores creaciones del hombre.
Puede ser que este tipo de felicidad sea el sucedáneo de la desdicha. Pero para el hombre, para el hombre que piensa, para el hombre que interpreta, la felicidad es lo que queremos, la búsqueda que quizás nunca termina, la que no viene de la quietud ni se recibe de arriba, por graciosa concesión del Estado, de algo o de alguien (liberarse de todo Dios, dirÃa Nietszche). Y probablemente no se trata de ser feliz, sino ser dignos de ser felices.
*Periodista, escritor, actual director del Fondo Editorial Rionegrino (FER)

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