Jueves, 23 de octubre
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El libro es otra cosa/Por Claudio García*

Asocio siempre ser lector a leer libros.

Asocio siempre ser lector a leer libros. Estoy acostumbrado a estar entre libros, como que otras lecturas son “menores”, un complemento necesario para estar informado y sostener cierta cultura general. De hecho considero la lectura en papel “superior” a la de los soportes digitales, quizás por más íntima y humana. El libro es otra cosa. “Una inequívoca muestra de salud mental”, dijo Fernando Savater, pero también un amigo que nos acompañará siempre. Para quienes amamos la lectura, una vida sin libros sería un error, parafraseando a Nietszche.

Fue Jean Paul Sartre quien dijo: “Yo había encontrado mi religión: nada me parecía más importante que un libro. En la biblioteca veía un templo”. En mi caso también la lectura es una religión, la única en realidad dado mi ateísmo. Una religión laica.

Aunque parezca una perogrullada, los libros hacen pensar, emocionan, conmueven, alegran, generan, en fin, distintos sentimientos. Como dijo Sthepen King nos ofrecen consuelo y refugio: “La buena literatura, las buenas historias, son el detonante de la imaginación, y creo que el propósito de la imaginación es ofrecernos consuelo y refugio a partir de situaciones y momentos que de lo contrario hubieran resultado insoportables”.

Las cosas que nos acercan a la felicidad o a la sensación de plenitud generalmente suelen ser inmateriales y no necesitan justificación. La lectura entra en esta sentencia. Kafka escribió alguna vez que el hombre vive justificándose ante una serie de tribunales inferiores y superiores. Por ejemplo, el tribunal familiar, todas esas cosas que uno hace y dice para tener un juicio “favorable” de los afectos cercanos o para no dañar esas relaciones con las que convivimos a diario. Otro tribunal es el del trabajo, las “justificaciones” diarias que uno debe hacer para no afectar ese medio que nos permite “ganarnos el pan”. Esa cruda sensación que tenía el escritor de que muchas veces las horas de su trabajo le robaban “un trozo de su carne”.

Pero por sobre todas las justificaciones, había algo en lo que Kafka no sentía que se justificaba. Y eso era la lectura y la escritura. Que en los escritores es inseparable. Se escribe porque también se lee. Para Kafka, como para King, una vida en la que solo hay que “justificarse” sería insoportable. Kafka mencionaba ese contraste: “…en mí todo está preparado para un trabajo poético (la lectura y sobre todo la escritura) y semejante trabajo sería para mí una solución celestial y una verdadera manera de cobrar vida, mientras que aquí en la oficina, por un miserable legajo, tengo que robarle un trozo de su carne a un cuerpo capaz de semejante felicidad”. Deténganse un poco en el peso de esa frase. Kafka como escritor –y como lector, hay que leer los diarios de Kafka que explicitaban que el ideal de su vida pasaba por estas dos cosas y a las que no dudaba sacrificar incluso toda relación personal y afectiva- acercaba su cuerpo a la “felicidad”, Kafka como empleado, sentía que le desgarraban ese mismo cuerpo.

Hay un libro de Ricardo Piglia que lleva el título “El último lector”, donde el autor reflexiona precisamente sobre la lectura desde distintas ópticas, desde la obra de distintos escritores –las figuraciones del lector en la literatura-, pero también de la vida de grandes hombres de pensamiento y acción. Y allí está Kafka y su postura digamos extrema con la lectura y la escritura.

Piglia cuenta como en la relación epistolar con Felice Bauer -las cartas fueron instrumento también para seducirla- en un momento le envía una cita, un poema chino, de Yan Tsen-tsai, donde en cierta medida la previene de sus prioridades:

“En la noche fría, absorto en la lectura

De mi libro, olvidé la hora de acostarme.

Los perfumes de mi colcha bordada en oro

Se han disipado ya y el fuego se ha apagado.

Mi bella amiga, que hasta entonces a duras penas

Había dominado su ira, me arrebata la lámpara

Y me pregunta: ¿Sabes la hora que es?”.

Kafka se referirá a ese poema en otras cartas y el alerta a la mujer pasaba por allí: la lectura no puede ser objeto de disputa. La necesidad de estar aislado del mundo, leyendo, y la interrupción a esto como lo no deseado. El peligro o la amenaza de la compañera interrumpiéndonos.

En otra oportunidad lo hace más explícito, en este caso con la escritura: “Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir”. Como escribió Piglia: “Difícil encontrar algo más extremo”.

Quienes amamos leer tuvimos también momentos de nuestra vida en que caímos en ese nihilismo. Ese extremo de ser lectores insomnes o lectores adictos. Donde ya la lectura “no es una inequívoca muestra de salud mental”, sino una experiencia rayana a lo insano. Recuerdo que alguna vez en un poema dejé reflejado esa etapa en que leía y releía demasiado, mencionando que, entre otras consecuencias, tenía “un sueño recurrente/donde mis libros vuelan como pájaros/alrededor y me atacan y golpean con ferocidad/en un símil de la película de Alfred Hitchcock”…

La lectura, refugio de los revolucionarios

Los hombres y mujeres que más admiro han tenido el hábito de la lectura. Y en parte me he identificado con ellos por eso. No sólo escritores, filósofos, pensadores, que tienen como base de su obra ser necesariamente cultores de la lectura de libros, sino hombres que han trascendido por su praxis, por ser revolucionarios.

Por ejemplo, el Che Guevara, lo que también es señalado y analizado por Piglia en el libro mencionado. Para el Che la lectura fue un refugio aún en los momentos más álgidos de la lucha revolucionaria, aunque a veces lo vivía como una debilidad: “Mis dos debilidades fundamentales: el tabaco y la lectura”, escribió en el diario de la guerra en el Congo.

Creo que sin una cosa no podía haber sido la otra, sin el hábito de la lectura no hubiera sido revolucionario. Fue un gran hombre, uno de los pocos que nos mostraba la diferencia “entre lo que es y lo que puede ser un hombre”, como señaló Fernádez Retamar, y sin dudas el Che-lector fue inescindible del Che-praxis, el Che-revolucionario. No es casual que esa integralidad que admiro esté simbolizada en una reproducción de una foto que tengo de él en un cuadro: acostado en un catre en una miserable casucha en una pausa de la lucha en Sierra Maestra leyendo un libro de Goethe.

Piglia menciona también otra foto: “Guevara en Bolivia, subido a un árbol, leyendo, en medio de la desolación y la experiencia terrible de la guerrilla perseguida”.

Un compañero en la guerra de liberación en Cuba –señala también Piglia- decía del Che: “Lector infatigable, abría un libro cuando hacíamos un alto mientras que todos nosotros, muertos de cansancio, cerrábamos los ojos y tratábamos de dormir”.

Un guerrillero necesita estar liviano, sin mucha carga, porque la característica de su lucha es la movilidad. El Che, sin embargo, nunca se desprendió de los libros. Esto lo mencioné en un cuento que escribí que, en gran medida, es un homenaje al Che y que se llama “El guardiacárcel guevarista”. Allí escribo en una parte: “…por su coherencia en llevar a la praxis lo que pregonaba, y por su moral intachable en la lucha, que lo diferenciaba de las características que luego tomarían muchos grupos de guerrilla rural o urbana, casi ningún militante de la izquierda podía dejar de sentir simpatía con el Che. Por eso también, a pesar de las diferencias, todas las corrientes queríamos un poco apropiarnos de su figura, de su prestigio. Recuerdo que se comentaba que al momento de su muerte en la escuelita de La Higuera en Bolivia, el Che llevaba en su mochila un libro. Cada corriente de la izquierda adjudicaba la autoría del libro a su referente ideológico. Por ejemplo, nosotros decíamos que se trataba de La Revolución Permanente de Trotski, y los chinófilos El Libro Rojo de Mao… (de hecho en los manuscritos del Che en Bolivia, que se guardan en el Banco Central de ese país, hay transcriptos citas de los dos) ”. Y sí, cuando es detenido en Ñancahuazu, lo único que conserva –ha perdido todo, hasta sus zapatos, recuerda Piglia-, es un portafolio de cuero, que tiene atado al cinturón, en un costado derecho, donde guarda su diario de campaña y uno o más libros.

Otro revolucionario lector que admiro es León Trotsky –hace unos años el cubano Leonardo Padura escribió sobre él y sobre su asesino Ramón Mercader un gran libro de ficción pero con base histórica, “El hombre que amaba a lo perros” -. Y ya que mencioné al Che, a mi juicio y con sus diferencias, se pueden encontrar mucha similitudes entre el argentino y el ruso (Padura dice en una entrevista que en Cuba faltó un Trotsky, pero el que más se acercó fue el Che), de hecho, lo escribo en mi cuento “El guardiacárcel guevarista”, la consigna de “Crear dos, tres… muchos Vietnam” era en cierta medida trotskista y se alejaba del PC y de la política castrista a partir de su alineamiento a los dictados del Kremnlin. Trotsky vivió, como el Che, esa tensión entre la praxis y la lectura y escritura. Más lector y con mayor amplitud que Lenín –sin entrar en el juzgamiento de sus actos estrictamente políticos-, podemos señalar que fue más prolífico en sus escritos, sin que eso afectara una trayectoria incomparable en la acción; allí está su impresionante “Historia de la revolución rusa”, que sobre esa etapa no tiene equivalente, pero hay innumerables escritos sobre temas diversos, como la literatura –el panfleto escrito con André Breton donde propugna junto a la economía planificada el anarquismo o la más amplia libertad para la creación literaria o cultural, y sigue muy vigente la tesis planteada en “Literatura y revolución” que deberían leer aquellos que sujetan al escritor a la “identidad nacional o regional” o a ser simple producto de algunos condicionantes sociales o de clase-, el psiconálisis, la historia y la filosofía. Por algo Trotsky confesó, en “Mi vida”, que no hay nada mejor que una pluma bien afilada para poder comunicar a los demás el pensamiento propio, lamentándose que la acción revolucionaria le impidiera estudiar metódicamente.

Otros revolucionarios tuvieron esa característica, Gramnsci, por ejemplo, leyendo en la cárcel “un libro por día” o cualquir cosa que, sorteando la censura fascista, le caía en las manos. O Rosa Luxemburgo confesando que se sentía mejor en un jardín leyendo que en un congreso del partido.

Nuestro Sarmiento también –que con todos sus claroscuros admiro- fue un ejemplo de praxis y pensamiento, de praxis y lectura, de praxis y escritura. En su “Diario de Gastos”, escrito en sus viajes por Europa entre 1845 y 1847 –un registro detallado de lo que gastaba, donde no ocultó ni siquiera el costo de una ‘orgía’-, figuran necesariamente libros, papeles y plumas.

¿Para qué leer?

Hay que decir también que el hecho de leer muchos libros no asegura certezas, el acceso a la verdad, ni mucho menos la felicidad. Al contrario, en mi caso, cuanto más leo, generalmente mi cabeza termina embrollada en muchos pensamientos y cuesta alcanzar algo de claridad. En realidad cuanto más uno lee, se es más ignorante. Porque cada nuevo libro abre miles de preguntas e interrogantes, abre nuevas sendas de las cosas que no se saben. Quien no lee no es ignorante porque vive conforme a su aquietamiento, su mundo se limita a la rutina de cosas que conoce.

¿Para qué leer entonces dirán algunos?

Algo de esto ya lo planteó Voltaire en su cuento “Historia de un buen Brahmín”. Precisamente el Brahmín, hombre de buen juicio, lleno de ingenio y muy sabio, se quejaba que hacía cuarenta años que estudiaba pero que lo ignoraba todo. “A veces estoy a punto de caer en la desesperación cuando pienso que, después de tanto estudiar, no sé ni de dónde vengo, ni lo que soy, ni adónde iré, ni lo que será de mí”, decía. Por contraste a la situación del Brahmín, cerca de la casa de este sabio, vivía una vieja india, pobre, imbécil de acuerdo al relato de Voltaire, que “en toda su vida nunca había reflexionado ni un momento acerca de una sola de las cuestiones que torturaban al Brahmín”. Y que sin embargo se consideraba la más feliz de las mujeres. Al Brahmín le preguntan entonces: “¿No lo avergüenza ser desgraciado cuando a su puerta hay una vieja autómata que no piensa en nada y que vive contenta?”. Y el viejo sabio contesta: “…cien veces me tengo dicho que yo sería feliz si fuese tan necio como mi vecina, y sin embargo no quisiera semejante felicidad”.

El cuento plantea entonces la pregunta: ¿Es preferible enfrascarse en la lectura, utilizar la razón, torturarse con las grandes preguntas de la vida, tratar de aprender, buscar la sabiduría, a costa de la felicidad?

En principio habría que preguntarse también cuánto de real tiene la felicidad en el hombre si se basa en el escapismo, en los paraísos artificiales, si nos acercamos a la animalidad, en el sentido de desechar la razón, porque el hombre es hombre en tanto es un animal racional. Conformarnos con comer, coger, dormir, quizás nos traerá la felicidad, pero será artificial en el sentido que uno pasará por la vida sin sorber su médula, quedándose en la superficie.

Alguna vez escribí en un poema que una vida más pensada quizás no nos haga feliz, pero es la que menos miente. La insatisfacción en este sentido no debe ser tomada con pesimismo, no nos debe “bajonear” ni traernos una sensación frustrante de la vida. Debe ser tomada como un acicate para seguir planteándonos objetivos y en esa búsqueda creo que se irán conquistando las gotitas de la felicidad más valiosas. Porque como ya lo decían algunos filósofos, ser hombre, ser animal racional, no significa solo tener percepción de lo que somos, algo más que un ser viviente, sino implica tener conciencia de lo que puede ser y debe ser. Como escribió Hidegger, al perfeccionar esa definición de que el hombre es el animal que piensa, “el hombre es el animal que representa”.

Dijo el filósofo alemán, quizás uno de los más importantes del siglo XX por su influencia en otros pensadores: “El mero animal, por ejemplo, un perro, nunca representa nada, porque jamás podrá poner algo delante de sí; para esto el animal debería percibirse a sí mismo. Pero no puede decir yo, pues no puede decir cosa alguna”. El hombre en cambio es el animal que representa, “el animal del que es propio poder decir algo”.

El español Fernando Savater escribió un ensayo impresionante a favor de la ignorancia, en el sentido que le dábamos al principio de esta reflexión: la ignorancia que surge de leer mucho, de enfrascarse en la fatigosa tarea del crear, el aprender, el tratar de alcanzar espacios de sabiduría. Reiteremos que quien se ancla en la quietud, en la rutina del instinto y de unos pocos conocimientos básicos, tiene vedado el acceso a la médula del hombre, a lo que le es más eficaz en el terreno del espíritu.

Para Savater la sabiduría es el arte de emplear bien la ignorancia. “Lo mejor del mejor saber es que descubre nuevas y fascinantes parcelas de ignorancia. El resto de lo que con certeza conocemos es rutina, pasmo engañoso, aquietamiento, devoción dogmática. La ignorancia, en cambio, es zozobra, acicate, pregunta, imploración y exploración. Como bien suele decirse, la ignorancia es atrevida; en cambio, la certeza es timorata”.

Y aquí llegamos a algo muy importante que plantea el español. Esta ignorancia, no la de la quietud sino la de la búsqueda, es la principal fuente para la creación, para el arte, para la literatura. Dijo Savater: “Acerca de lo que ignoramos imaginamos necesariamente tener algo que decir, y por ello emprendemos la tarea especulativa por excelencia: la invención”. Y afirmó: “… el lado más estimulante de la ignorancia es el descubrimiento jubiloso de que nada ni nadie nos dictan completamente lo que debemos pensar… Ignorar es poder elegir, fundar por nuestra cuenta y riesgo”. Bajo esta fundación surgen los mejores libros de imaginación, las mejores creaciones del hombre.

Puede ser que este tipo de felicidad sea el sucedáneo de la desdicha. Pero para el hombre, para el hombre que piensa, para el hombre que interpreta, la felicidad es lo que queremos, la búsqueda que quizás nunca termina, la que no viene de la quietud ni se recibe de arriba, por graciosa concesión del Estado, de algo o de alguien (liberarse de todo Dios, diría Nietszche). Y probablemente no se trata de ser feliz, sino ser dignos de ser felices.

*Periodista, escritor, actual director del Fondo Editorial Rionegrino (FER)

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