Ir a la casa de mis abuelos era viajar a un capítulo no escrito de García Márquez en "Cien años de soledad". Este Macondo se llamaba Hortensia, pueblito de pocas casas, perdido en medio del campo en la provincia de Buenos Aires. La ciudad cercana más grande era Bolívar, a unos 50 kilómetros, pero bien podía estar al otro lado del mundo. Esa era la primera sensación, la de estar lejos de todo. Mis abuelos, de parte del viejo, tenían una casa grande, de paredes altas y techo de chapa, sin ninguna de las comodidades de un mundo moderno. No había electricidad. Tampoco red de agua; había que sacarla de una bomba a unos 15 metros de la casa.  El baño era una letrina ubicada también a unos 10 metros de la casa. Sólo que en otra dirección. Esto era importante cuando uno tenía sed o ganas de cagar en horas de la noche. Paso a explicar. No sé si hay noches más oscuras que en el campo, pero estoy seguro que no las hay más oscuras que en Hortensia. Si uno colocaba la mano delante de la cara, no se veía. Si tenía sed, me levantaba de la cama tanteando las paredes hasta llegar a la puerta de entrada. Desde allí, con toda la noche delante, tenía que caminar derechito, en forma perpendicular al frente de la casa, para terminar topándome con la bomba de agua. Para la letrina lo mismo, hacia la derecha. Uno se acostumbraba a no errarle, a excepción de los momentos en que el miedo por la oscuridad y los sonidos provocados por vaya a saber qué bichos o animales propios del campo, me desviaba inconscientemente de camino y así pasaba del miedo al terror, pegando gritos a mis viejos para que me guiaran de vuelta hacia la casa. Pocas cosas me gustaban del tiempo que pasaba en Hortensia. Hasta los 10 y 11 años, habré ido unas ocho o nueve veces, por una semana o diez días, así que no había demasiado ligazón afectiva con mis abuelos. Destaco en mi memoria a mi abuela por un hecho curioso, que refuerza la sensación de un cuento del escritor colombiano. Siempre estaba en la cama. Los últimos quince años de su vida, sin que ninguna enfermedad o dolencia física lo justificara, decidió pasarla en posición horizontal, levantándose únicamente para hacer sus necesidades. Sin dudas, se trataba de algún problema psicológico, aunque a mí no me parecía que fuera raro que tuviera esa actitud: que en un lugar como Hortensia, alguien hiciera algo como postrarse en una cama, parecía en cierta medida lógico. Después de todo, con excepción de la huerta de la que se encargaba mi abuelo, no había mucho por hacer en ese lugar. El recuerdo de mi abuela es ese: siempre en el medio de una cama muy grande, de esas que se usaban antes, con elásticos de metal, como de dos plazas y media o creo que hasta tres, con un doble almohadón que le permitía a veces erguir un poco la espalda. Amena; charlaba, preguntaba cosas, y leía revistas. Esto creo que era su principal ocupación, y por eso mi viejo se preocupaba antes de viajar a Hortensia de cargar en el auto todas las revistas que andaban dando vueltas por la casa. Recuerdo que siempre había alrededor de mi abuela, sobre la cama, revistas como Selecciones del Readest Digest, Radiolandia, Para Tí, Siete Días, algún que otro diario viejo. En otra de las piezas, donde generalmente dormíamos con mis hermanos, había una cama igual que la de mi abuela. En los momentos en que no nos veían, la utilizábamos para saltar encima. Por los elásticos que tenía se podía saltar muy alto, y como se hundía en el centro, terminábamos chocando y peleando, como si fuera un ring de lucha libre. Otro recuerdo ligado a Hortensia es la comida. Me asombraba que cada dos horas aproximadamente la ocupación fuera comer. Mi abuelo se levantaba al alba y hacía unos mates, que se acompañaban con lo que se decía 'una churrasqueada', que generalmente era carne fría que sobraba del día anterior, o de dos o tres días antes, acompañada con galleta. A veces, en lugar de carne, se comía salamín. A las 9 más o menos se desayunaba un café con leche inmenso, en unas tazas de metal enlozadas que me hacían acordar a una pelela más que a las tazas modestas que teníamos en casa. Se usaba leche recién ordeñada, y a mí no me gustaba su color casi amarillento, la nata que se formaba, tan distinta a la leche de botella que tomábamos en casa. Mi vieja tenía que pasar el café con leche por un colador, sino no lo tomaba. Esto se acompañaba también con galleta y dulce, generalmente dulce de leche, y algún domingo mis viejos compraban las facturas que hacía la única panadería del pueblo. En realidad las facturas eran tortitas negras, no se hacían de otro tipo. A las dos horas, más o menos, a las 11 u 11 y media, se picaba algo, generalmente salamín y queso con galleta, y se tomaba un Cinzano. A las 12 y media se almorzaba, generalmente guisos, puchero o asado. A la tarde se repetía todo de vuelta. A las tres  se tomaba mate, entre las cuatro y las cinco se merendaba, y ya a las 7 o siete y media se cenaba. Era costumbre en el campo acostarse temprano, y además, por la oscuridad y la falta de luz eléctrica no quedaba otra posibilidad. Mis abuelos tenían un par de faroles de querosene que generalmente estaban colgados del techo, uno en la cocina, y otro en el comedor. En las piezas se utilizaba una botella de alcohol,  con un sistema en el pico que no recuerdo muy bien cómo era, pero que terminaba en una mecha que alumbraba como una vela.

De día no había mucho en qué jugar, aunque me las arreglaba. Solía pescar ranas en los grandes charcos que se formaban al costado de los caminos, porque no había ningún río cerca. Ataba un hilo a un palo, y en la punta del hilo sujetaba un pedacito de carne. Así agarraba unas cuantas con las que luego me divertía asustando a mis hermanos o inventado diversas competencias de ranas. Recuerdo que dibujaba una pista recta en la tierra y ponía cuatro o cinco en fila y las hacía correr, obligándolas a mantener los límites de la pista con una palo. Debo confesar que molestarlas con un palo a veces era lo menos cruel que realizaba. Como todo niño, hacía con los pobres bichos cosas peores, como atarlos con un hilo a un ladrillo, para dejarlos arriba de la chapa de la casa y así se achicharraran y secaran con el fuerte sol de la tarde. Ya en las últimas visitas, orillando los 10 u 11 años, me olvidé de las ranas, pero solía utilizar las chapas de cinc calientes para secar la 'barba' del maíz y hacerme unos toscos cigarrillos con papel de revista. Recuerdo las toses y mareos bajo los árboles alejados de las miradas indiscretas de la familia. Me empezaba a sentir grande con esas intoxicaciones, y hasta llegaba a pensar que después de todo Hortensia no era algo tan malo. Con mis ojitos un poco vidriosos por el humo de la chala veía caer el sol sobre un horizonte de campo sembrado, y algo de lo que estaba acostumbrado a vivir en la ciudad se esfumaba también sin ningún tipo de melancolía. Quizás presagiaba sin querer ese impulso que unos nueve o diez años después me llevó a escapar de un entorno acentuadamente urbano, para recalar definitivamente en una ciudad del interior donde se siente el olor de los paisajes amplios y verdes. Quizás el humo, como ahora la memoria,  juegan una mala pasada, y como siempre pasa con el tiempo idealizo  unos pocos momentos de días y días que en Hortensia resultaron casi insoportables. Por algo, en un puñado de años, al morir mis abuelos y otros viejos, Hortensia terminó quedando desierta. Hay otra versión. Ese y otros pueblitos cercanos recibieron el certificado de defunción cuando un decreto del tiempo de los milicos y Martínez de Hoz cerró el ramal ferroviario que unía esas pequeñas comunidades. Con el último tren se fueron los jóvenes y ningún otro silbato anunció la llegada de sangre nueva. Hortensia se pareció en eso también a Macondo.

 

*Cuento que integra el libro “El guardiacárcel guevarista y otros cuentos” de Ediciones El Camarote (2009), con prólogo del reconocido escritor, comunicador social e investigador en temas de cultura popular ya fallecido Juan Raúl Rithner y  dibujo de tapa del artista plástico roquense Chelo Candia.

 

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