Viernes, 24 de octubre
PROVINCIALES

“Mi bisabuela” y otros cuentos de Claudio García

Una selección de cuentos de los libros “El guardiacárcel guevarista y otros cuentos” (2009) y “Método Morello para no separarse” (2013) del escritor y periodista viedmense Claudio García.

MI BISABUELA

“Ser niño es, sobre todo, un flujo de osadas y furtivas conjeturas…”.

Fernanda Eberstadt (“Los demonios de Isaac”)

Tuve la suerte de conocer a mi bisabuela, quien murió cuando yo abandonaba la niñez y entraba en la pubertad. No sólo la conocí, sino que tuve con ella un cariño y una relación muy especial, paralela a la de mis padres. No puedo separar los recuerdos que guardo de los tres a los diez años de vida de la imagen de mi bisabuela, a la que llamaba simplemente abuela Juana. Por supuesto que esta relación se dio a partir del afecto que ella tuvo conmigo, por arriba de cualquier otro miembro de la familia y de mis propios hermanos. Yo no sólo era su bisnieto, creo -así lo sentía- que era su única familia. En cierta medida, algunas situaciones se dieron para que ella fuera apartada de la consideración usual entre parientes cercanos. Su hija, la madre de mi madre, sufrió una severa arteriosclerosis, originada en un ataque de hipertensión, que fue deteriorando, progresivamente su salud física y mental. Quedó postrada prácticamente en una silla de ruedas, limitada a pocos movimientos, y mi abuelo, que indudablemente la amaba porque nunca consintió que una enfermera u otro miembro de la familia lo ayudara a cuidarla, se ocupó diariamente de higienizarla y darle la comida en la boca, como si fuera un bebé. Esto por años. Mi abuela sufrió esa grave enfermedad cuando yo tenía tres o cuatro años, y sobrevivió hasta unos años después del fallecimiento de mi bisabuela. Fue muy particular la manera en que evolucionó su enfermedad en la conciencia, en su salud mental. Quizás por aspectos negativos que arrastraba de la relación que tuvo con su madre, en la niñez o en la juventud, o vaya uno a saber, que indudablemente quedaron agazapados en su inconsciente, la abuela comenzó a manifestar un odio casi visceral contra su madre. El deterioro en su salud, no obstante no le había negado la palabra, y, precisamente, la utilizaba para hablar pestes de mi bisabuela. Eso provocó que de a poco se volviera insostenible la convivencia entre ellas, y convulsionó la que existía con otros miembros de la familia. Fue comprensible que mi abuelo se sumara al progresivo aislamiento en que fue quedando mi abuela Juana, pero nunca entendí muy bien porqué  otros miembros cercanos de la familia se sumaron a esa agresión gratuita que tuvo mi bisabuela en lo que serían los últimos años de su vida. Quizás celos por ese afecto y relación especial que tenía conmigo. ¿Quién sabe? En realidad dudo si todo ocurrió así como lo cuento, porque los recuerdos tienen la imparcialidad de ese amor que yo sentía con la que consideraba mi verdadera y única abuela, y por el horizonte más acotado de razón y comprensión de las cosas que se tiene de niño. Lo cierto es que mi abuela Juana, que vivía en la misma casa de mis abuelos, pasó primero a vivir a una pieza con baño construida al fondo del terreno, separadas las dos construcciones por una gran parra que servía de refugio para las comilonas de algunos domingos, aniversarios, navidades y otras fiestas familiares. No obstante, por ese desgaste de la convivencia, un día se cansó y se fue a vivir sola a una pensión. Después de todo no dependía totalmente de la familia, porque a pesar de su edad -superaba largamente los ochenta años- conservaba la lucidez de una mujer de menor edad y no tenía problemas importantes de salud, con excepción de un reuma en las piernas que le obligaba a realizar diarios y continuos masajes con una crema que recuerdo se llamaba Bálsamo Sloan. Además, cobraba una pensión -que creo le dejó su marido, quien moriría joven, al igual que su único hijo varón- con la que todavía, en esos años del país, podía vivir con algo de estrechez, pero con dignidad. Lo cierto es que respondió al aislamiento en que la iban dejando, haciéndoles la tarea más fácil. Se distanció de todos, menos de mí. Ese es uno de los recuerdos más sentidos que guardo de ella. Yo iba a una escuela parroquial de mañana, y ella cada tantos días aparecía en los recreos a verme. Nunca supe qué excusas dio a la maestra -estaba en tercero o cuarto grado- o a las autoridades del colegio, pero lo real es que me dejaban verla, y así en lugar de jugar con los compañeritos del grado, me sentaba a charlar en un banco con ella. En uno de estos encuentros recibí uno de los regalos más lindos que tuve en mi infancia: un reloj. Recuerdo que era un Tressa, recubierto de oro, de un tamaño y con una malla de metal para chicos. Pero era de verdad, y eso además de reflejar su afecto, me daba otra satisfacción, la de hacerme sentir grande, porque, para la visión que tenía en esos años, tener un reloj era una cosa de gente mayor, no de niños. Creo también que ese reloj fue la causa que mis viejos se enteraran de las visitas que recibía en secreto de mi bisabuela, y la punta del ovillo para que descubrieran su paradero. No obstante, ella siguió viviendo sola, aunque retomó algún tipo de relación formal con la familia y se mudó a una pensión cercana a mi casa y a la de los abuelos. Una pensión donde ella finalmente moriría, creo que a los 93 años, no se sabe si por un ataque al corazón o intoxicada por la falta de oxígeno, ya que siempre utilizó para calefaccionarse en el invierno un viejo brasero de metal fundido. Ese brasero está también unido a gran parte de las imágenes que guardo de ella. Muchas veces yo juntaba los palos y maderitas que ayudaban a prender el carbón, y como buen chico me gustaba acercar mis manos a ese brasero para recibir calor, y asustar a mi bisabuela haciéndole creer que me había quemado. Cuando quedaban pocas brasas, la recuerdo colocando el brasero bajo sus piernas, haciéndolo desaparecer, porque siempre usó largas polleras, como la de  esas campesinas europeas o rusas que uno veía en muchas películas, que le llegaban hasta los tobillos. Generalmente se sentaba en una vieja silla de mimbre, colocaba el brasero bajo sus piernas, y yo también me sentaba adelante de ella en una sillita chica. Y así, frente a frente, charlábamos y hacíamos otras cosas, como rezar y jugar a las cartas. Ella era muy religiosa, mucho más que el resto de la familia, y hacía que yo compartiera muchos de la serie de ritos y preceptos que tiene para sus fieles la iglesia, en este caso la católica. Yo asumí naturalmente esa devoción, porque después de todo mis viejos también eran muy creyentes, y me habían inculcado que eran faltas graves no rezar antes de dormir o ausentarme de misa los domingos. Mi bisabuela me llevaba a misa los domingos, pero solía también hacerlo un sábado o entre semana. Además, me hacía rezar en distintos horarios del día, incluso largos rosarios. No permitía que dijera alguna mala palabra, y, precisamente, la única actitud severa que tuvo conmigo fue una vez que exclamé un “¡carajo!” que había escuchado y que en realidad no sabía muy bien si era o no un insulto, pegándome con su mano abierta en la mejilla. Aprendí de ella el catecismo y las historias más populares de la biblia, mucho más que de las horas de religión de la escuela parroquial o de esos cursos que debía tomar previo a la confirmación y la comunión. Lo que más me gustaba era compartir con ella el juego a las cartas. En realidad mi bisabuela me enseñó los principales juegos que todavía suelo practicar con amigos y mis hijos: la escoba de quince, el chinchón y el truco. Me enseñó también el mus y el tute cabrero que, lamentablemente, tras su muerte, fui olvidando.  Tenía unas cartas viejas y manoseadas, y en tantos años no recuerdo que cambiáramos de mazo. Utilizábamos como mesa sus propias piernas, porque después de todo, cuando me sentaba frente a ella en mi sillita, quedaban perfectamente a mi altura. Para anotar utilizábamos porotos colorados o garbanzos, como solían hacer todos los viejos que jugaban a las cartas. Muchas veces ganaba ella, y algunas pocas ganaba yo, pero lo que más me gustaba es que en esto me trataba también como una persona grande: no por ser chico me dejaba ganar, como suelen actuar los adultos. Lamentablemente los recuerdos son fragmentarios y sin una cronología exacta. Es extraño pensar que el azar todavía tenga la capacidad de hacer batir sus alas por arriba de cosas que sucedieron realmente, y es así que uno aferra algunas imágenes del pasado y otras no, y además se idealiza: lo que creemos sucedió de una manera, lo estamos rememorando seguramente de otra. Es que quizás lo importante de estos y otros recuerdos no sea la fidelidad con que se recrea el ayer, sino los sentimientos que traen al presente. Esa cosa agridulce de la que  creo siempre se reviste la felicidad: uno se da cuenta que en aquellos momentos, esos momentos que yo viví con mí abuela Juana, uno fue feliz, pero sin conciencia de ello. Si bien yo era muy chico, y sólo entre comillas uno puede afirmar lo que realmente significó esa relación tan fuerte con mi bisabuela; ahora, con las gotitas del recuerdo -como diría Proust-, que bajan por el corazón y humedecen los ojos, uno se da cuenta que todo eso no murió, sino que se atesora. Después de todo, el acicate para vivir, no se encuentra en nebulosas expectativas al mañana, sino al saber, con el recuerdo, que hemos conocido la felicidad. Recuerdo una de esas imágenes que cada tanto llegan a mi mente, en la que estoy, con tres o cuatro años, sentado sobre las rodillas de mi bisabuela, agarrado a sus manos, y ella jugando conmigo imitando el trote de un caballo, moviendo sus piernas al son de dos canciones. Una, que decía:  “Mañana por la mañana te espero Juana en el taller, te juro Juana, que tengo ganas, de verte la punta del pie…”, y otra, que decía algo así como: “Serra mamerra, olla de terra, olla de ram, patatín, patatán, patapatapatapam…”, que nunca supe qué  quería decir o de qué idioma se trataba. A veces yo mismo, inconscientemente, he repetido con mis tres hijos lo mismo que hacía mi bisabuela: los he subido a mis rodillas y les he cantado las mismas y extrañas canciones. En esas oportunidades no sólo la recuerdo, sino que pienso que, en realidad, ese par de simples canciones y los juegos de cartas son las únicas cosas “útiles” que guardo de ella, porque al crecer fui perdiendo casi todas las cosas que quiso inculcarme. Con los años me he vuelto escéptico y ateo, cosa que mi bisabuela, de levantarse de la tumba, tomaría ahora con mayor desagrado que aquella vez en que se me dio por carajear. Pienso con ironía lo inútiles que fueron sus rosarios, misas y lecturas de la biblia. Su machacar sobre ciertos valores que luego he desechado. Sin embargo, siento que no hubiese querido otra niñez. Quizás no fue casualidad  que ella muriera cuando yo estaba a las puertas de mi adolescencia. Que hubiera sido un error que viviera para ver que al niño que amaba le sucedía un joven con otros intereses, que ya no reclamaría su compañía, sus lecturas, sus cartas. Por eso la lloré tanto quizás; porque mi niñez se iba con ella. Era un sábado o domingo; yo estaba jugando al fútbol en un potrero cerca de casa, cuando vi llegar corriendo a mi mamá, que con lágrimas en los ojos me dijo que mi abuela había muerto. Ella también sabía que era mi abuela, no mi bisabuela. Y ahora que lo pienso, sé que lloraba también  por lo que significaba su pérdida para mí. Los niños quizás son crueles, y en realidad mis viejos, mis abuelos y otros familiares la querían también y la lloraron con sinceridad. Pero, por mi apego tan fuerte, y por esa situación de aislamiento que había tenido por causa de la enfermedad de la abuela, yo estaba convencido que era el único afectado por la muerte de mi bisabuela. Guardo la imagen del velorio en que prácticamente no me moví de una silla a un costado del ataúd, y en donde rezaba en silencio rosarios y oraciones que mi abuela Juana me había enseñado con dos sentidos: para que dios guardara su alma, y a la vez castigara a la abuela y a todas las personas que hipócritamente lamentaban su muerte, cuando en vida la habían olvidado. A veces lamento no guardar una foto de ella. Mi vieja tiene algunas, pero no he querido tomarle una. Hay veces que aprovecho la visita a mis viejos para hurgar como un ladrón en la caja de fotos para ver una en especial, donde yo estoy, con unos tres años, sentado arriba del paredón del frente de la casa de los abuelos, sosteniendo con mis brazos un cachorro de perro Lassie, y mi abuela Juana, parada a un costado, me sostiene mientras le sonríe a la cámara. Lo hago sólo para verle la cara, porque, lamentablemente, de todas las imágenes que puedo llegar a rememorar con mi bisabuela, no sé porqué, me cuesta capturar su rostro. No entiendo cómo a mi memoria se le puede escapar algo tanto importante.

EN SUS OJOS DESCUBRIO EL AMOR

Hacía ya unos cinco años que vislumbró en los ojos de una mujer el reflejo del amor. La había encontrado en la esquina de una plaza, y como se dio cuenta que era una prostituta, sin demasiados preámbulos la llevó a un cuarto de hotel. Allí no sólo la amó, sino que pudo retenerla por varias horas para contar su vida y escuchar el relato de la suya. No se había equivocado. Eran en cierta medida almas gemelas, sus deseos se enlazaban naturalmente, aunque la situación social de uno y otro fuera distinta. No por nada, ella era prostituta y él un empleado administrativo, un poco mediocre, de una empresa, pero con un sueldo que le permitía vivir sin privaciones. Lo cierto es que se enamoró y ella respondió con sentimientos afines. No le preocupaba que fuera prostituta, después de todo, pensaba, uno puede aceptar los esquemas tradicionales enseñados de casarse con una mujer respetable, de la misma escala social, etc. etc., pero eso no garantizaba el amor. El amor es otra cosa. Lo había visto en sus propios padres, que se casaron privilegiando esos valores antes que la seguridad de un sentimiento mutuo, y luego su matrimonio se caracterizó por la infelicidad. Lo importante era que con esa mujer, prostituta o no, se daba el azar del amor, eso que tanto a un hombre o a una mujer le pude suceder no más de dos veces en la vida. Él no lo iba a desaprovechar. ¿Qué importaba que por algunos años ella se acostumbró a buscar hombres distintos cada noche? ¿Acaso no debía comer? Eso quedaría ahora en el pasado. Después de todo, para él también la vida tendría ahora otro contenido, una plenitud que permanecía en secreto o aletargada en sus años de oficinista solitario. Así fue que a los pocos días de esa primera noche de hotel, se casaron. Todo marchó bien hasta que un día se dio cuenta que pasaba algo grave, que no había previsto. Descubrió que su mujer, a escondidas, seguía ejerciendo la prostitución, y cuando se lo echó en cara, ella se justificó diciendo que no lo hacía porque no lo amara, no dudaba de sus sentimientos, pero que había descubierto que no sólo ejerció la prostitución por falta de otras oportunidades, sino porque realmente se creía una mujer con una especial sabiduría para amar a los hombres, una sabiduría profesional que no podía ser acotada a una sola persona. Que lo lamentaba, que podía y quería seguir siendo su compañera, amarlo y ser fiel a ese amor, pero  sólo al amor. Como que ser prostituta era parte de su naturaleza, una verdad llana y simple a la que no podía renunciar. Él se sintió shockeado. Se preguntó cómo ese brillo en los ojos de su mujer donde él había vislumbrado la felicidad, podía esconder una trampa. ¿Qué hacer?, se preguntó. ¿Aceptar ese camino de incertidumbres con una mujer que lo engañaría continuamente, pero con la que ya estaba casado y amaba? ¿Sería peor esa vida, de la que tenía antes de conocerla, como solitario, cuarentón y mediocre empleado administrativo? ¿Podría el azar traerle otra mujer en la que encontrara un amor exclusivista, sin trampas? Con dudas, porque sabía también que ya no era un joven que podía fácilmente encontrar otra mujer, optó por la última posibilidad. Le dijo que no podía aceptar ser el marido de una prostituta. Sin embargo, los años empezaron a pasar, sin llevarlo más lejos de lo que había llegado con esa mujer de la calle de la que se había enamorado. No pudo vislumbrar en los ojos de otra mujer nada parecido. Terminó arrepintiéndose de su decisión. Pensó que hubiera sido mejor aceptarla como era; que podía sentirse conforme con el amor que cada día y cada noche descubriría en el brillo de los ojos de su mujer. ¿Qué importaba si en ese brillo otros hombres, por un rato, también encontraban refugio? Por eso desde hace un tiempo la busca por las calles; va todas las noches a esa plaza donde la descubrió por primera vez. Todavía no pudo hallarla, pero confía que el amor que se dio entre ellos, anda todavía serpenteando por la ciudad.

EL ENOJO DEL ACTOR

En un teatro de Buenos Aires se representaba una obra seria, un drama, pero dos espectadores, amigos, se habían tentado de risa y no podían contenerse. El público, molesto por esa falta de respeto al trabajo de los actores, de a poco comenzó a hacer evidente su enojo, largando improperios a la pareja desubicada. Así, empeoraban lo que trataban de remediar. Los actores, ante el desorden, perdían la concentración. Sin embargo, los dos amigos no cejaban con su risa, y el resto del público incrementaba los insultos, chistidos y gritos con la intención de hacer regresar a la cordura a la pareja insolente. La obra de teatro contaba la historia de un hombre y una mujer jóvenes, enamorados y un poco intelectuales, que con una actitud romántica, anticapitalista, habían decidido irse a vivir al campo; creían que allí, cerca de la tierra y de la gente simple, recuperarían una existencia más plena, en equilibrio con la naturaleza y con el espíritu del hombre, lejos de esas ciudades donde triunfaba lo material, el vacío entre muchos. Los personajes estaban convencidos que la supuesta racionalidad científica y técnica, simbolizada por la gran ciudad, acunaba en sus brazos al hombre irracional y con amnesia sobre los valores más importantes. Pero a medida que se desarrollaban las escenas, descubrirían que esa huída al interior rural les deparaba en realidad otra cosa: pobladores hoscos, con prejuicios ancestrales, el aburrimiento y otro tipo de vacío, peor que el de los centros urbanos donde, al menos, se es más libre de intentar cosas sin que las personas lo anden señalando a uno con el dedo.

Cuando el público comenzó a alterarse por las risas de dos espectadores, la obra se encontraba en el tercer acto, en una escena donde los personajes comienzan a tener conflicto entre ellos. Esos entredichos reflejaban en cierta medida la incapacidad de sincerarse y reconocer que la opción de vida elegida,  había sido equivocada. A pesar de la fuerza dramática de la obra, los actores no podían evitar mirar de soslayo al público irrespetuoso, y el nerviosismo de la situación les hacía equivocar el texto. El primer actor no sólo estaba confundido, sino además furioso por la actitud del público que, indudablemente, con el enojo creciente y los insultos hacia la pareja reidora, perdía el hilo de la historia, la riqueza conceptual de la obra y sus dotes actorales. La actitud del público hacía identificar al actor con la postura inicial de la obra, crítica a la vida de ciudad y a su gente. Pensaba con enojo: “Gente de ciudad como la de este público… insensible a las cosas realmente importantes, que sólo atiende las cosas superfluas, y en última instancia, sus escalas de valores giran alrededor del dinero, el ascenso social…”. Sin tiempo de razonar con profundidad, porque a pesar del escándalo en las butacas trataba de continuar con la actuación, lo fue embargando un sentimiento de repulsa contra los espectadores. No soportaba esa actitud de enfrascarse en gritos contra dos personas que si bien se reían de forma desubicada en mitad de una obra teatral seria, lo más sensato era ignorarlos por respeto a los actores, que de todas formas no iban a distraerse del todo por esa risas. ¿Cómo podían ser tan tarados? pensaba el actor. ¿Cómo no se dan cuenta que están empeorando todo, y que de esta manera nuestra actuación se hace insostenible?

De pronto, no aguantó más, le hizo una seña a su compañera de actuación, y encaró al público gritando: “¡Basta! ¡Basta!. ¡Ustedes! -dijo señalando con el índice de su mano derecha a los dos risibles amigos-, ¡Paren de reír, estúpidos! ¡No ven que son la causa de todo este desorden!”. Y agregó: ¡Ustedes! -con un movimiento de mano indicó que se dirigía al resto del público- ¡No se dan cuenta que en lugar de ayudar, empeoran todo! ¡Que están todos chillando y gritando como animales, y así no podemos concentrarnos!”. El enojo del actor dio resultado, y todos callaron de pronto, tomando conciencia de la verdad de la reprimenda. Pero el actor se encontraba tan enfurecido como para no detenerse. Estaba, en cierta medida, sacado de las casillas, perturbado.  Se le embrollaron en su cabeza las ideas iniciales del personaje de la obra, con las suyas, de actor ofendido por la falta de respeto del público. Y así, con una expresión de orador de barricada, echó en cara de un público azorado un discurso en que describía los peores aspectos de los centros urbanos, y como éstos generaban un tipo de persona en cierta medida detestable. Exclamó: “El consumo, y todas esas cosas supuestamente útiles por las que un gran número de gente corre todo el día, deslomándose en oficinas y otros lugares grises y rutinarios, viajando en subtes y colectivos atestados como sardinas en lata, no puede más que generar hombres inútiles. Como ustedes, que creen cumplir con su pose de clase media culturosa, viniendo cada tanto a un teatro como éste, pero luego no tienen el más mínimo respeto por los actores…”  Al llegar a ese punto, la mayoría de los espectadores no pudo menos que sentirse ofendido, y con insultos al actor se empezó a levantar de las butacas y a marcharse ofuscado del teatro que, en pocos segundos, quedó prácticamente vacío. El actor se dio cuenta de pronto de lo que había hecho; que se había trastornado, acusando al público de cargos de los que ni siquiera estaba seguro de su fundamento, gratuitamente, influenciado en parte por el contenido de la obra. Su compañera de actuación, al lado, le recriminaba: “¡Qué hiciste! ¡Qué hiciste!.. Y de la platea llegaban nuevamente las risas de esos dos amigos, los únicos espectadores que todavía permanecían en el teatro, que quizás ahora sí se reían en forma justificada.

JORNADA DE DESAZÓN

“¡Prosigue, pues inerme siempre

tu  marcha por la vida, y nada temas!”                                                                                                  Hölderin

Hay veces que miro mi sombra y dudo que sea yo el que la esté generando. La luz y yo. En realidad son esos días que agobia la vida y no encuentro sentido a muchas cosas, empezando por mi sombra. Digo mi sombra, pero en el fondo, es el miedo a dudar de mi propia existencia. Después de todo, uno normalmente piensa que es el centro del mundo y no que en el suceder de días que no se diferencian de otros algo haga un ‘click’ en que se empieza a dudar de la sombra. Un ‘click’ en algún punto de lo que generalmente es un día común y normal de la semana: gestos y palabras usuales con la mujer y los chicos, diez horas de trabajo rutinario, la cena, el televisor, las páginas de un libro, quizás el amor, y listo, buscar el sueño. Sin embargo, a mitad de uno de esos días, surgió el interrogante con esa compañía que arrastramos desde que salimos del seno materno; eso y una desazón y ganas de fumar. Hacía varios años que no fumaba, y con excepción de algunas noches con amigos que tuve deseos de prender un cigarrillo, no había sufrido de la abstinencia de ese vicio. Sin embargo, en el día del que hablo me agarraron unas irrefrenables ganas de fumar, como si en realidad nunca hubiese dejado el pucho. Por eso corrí al quiosco de la plaza y compré, como usualmente lo hacía años atrás, un paquete de Marlboro y una caja de fósforos. No volví a casa. Me senté en un banco de la plaza, prendí el cigarrillo, y mientras me acostumbraba al sabor del humo del tabaco, me empecé a acordar de cosas nimias y absurdas de mi vida. Allí me di cuenta que la desazón no surge de grandes preguntas, del peso de la nada o de la ausencia de dios, de que haya existido Auschwitz, Camboya, Bosnia, Kosovo o el terrorismo de estado en la Argentina. No. Surge de cosas cotidianas y ordinarias. El sabor de una mala comida, la ausencia de un buen programa en la TV, que no arranque el auto en la mañana, o que la mujer de vuelta la cara cuando esperaba un fuerte y cariñoso beso. Por eso también deben darse gran parte de los suicidios; no por el agobio de falta de plata, el desamor, o la excesiva lectura de Schopenahuer, sino porque surgieron en la casa goteras en el techo, o el perro decidió transformarse en una mascota esquiva. Tiene razón Nietzsche cuando se carga a Dios en tres o cuatro párrafos y luego gasta hojas y hojas de un libro reflexionando sobre el tema que verdaderamente le interesa… la nutrición. O que la principal obra de Hegel termine también hablando de la alimentación y la sexualidad. Yo también pienso que las verdades pasan por andariveles que generalmente se descartan, y en correspondencia con eso, de mi cabeza salían recuerdos de cosas prácticamente insignificantes. Cuando una vez de mochilero, ya de noche, me encontraba completamente solo en una pequeña carpa instalada en medio de un campo, apenas cortado por uno que otro árbol. Antes de que la noche instalara su dominio no se veía nadie a la vista; sólo, un poco lejos, el resplandor de las luces de un pueblo al que me había resignado no llegar ese día. Yo era adolescente y como cualquier mortal le temía un poco a la falta total de luz. En especial esas noches de las zonas rurales donde la oscuridad es tan cerrada que no puede distinguirse nada a un palmo de narices. Me encontraba entonces en el interior de la carpa, esperando el sueño con la lectura de un libro, cobijado en la tenue luz de una vela resguardada en una lata. De pronto me di cuenta que la tela de la carpa se sacudía porque las sogas que la sostenían, estaqueadas al suelo, eran tironeadas por algo o alguien. El miedo a lo desconocido recorrió mi cuerpo. El miedo a un loco, a una patota, a la cana. No sabía qué podía ser. Aunque era y soy muy escéptico, me veía tentado a creer en monstruos, fantasmas, animales mitológicos. Instintivamente agarré el único cuchillo que tenía en la mochila, y grité: “¡¿Quién anda allí?!… “¡¿Quién es?!… ¡¿Quién?!….”. Nada o nadie contestó. Así pasaron  segundos o minutos eternos, hasta que me animé a subir el cierre de la entrada de la carpa y salir afuera. Cuando lo hice, me topé con… una vaca. ¡Una maldita vaca! Es más. No era una, eran varias, que habían salido de no sé donde, y que se encontraban pastando. ¡Pastaban de noche! Con sus patas rozaban las sogas de la carpa y así la sacudían. Eso era todo. Me acordé de otras cosas ese día, mientras los cigarrillos se consumían. Esa otra vez que había levantado una puta con el auto, luego de que aceptara chuparme la pija por unos pocos mangos. La prostituta había dudado. Primero incluso dijo que no, que ella no chupaba pijas, que sólo se dejaba coger. Pero como yo amagué a irme, diciendo que sólo quería una chupada para relajarme del día de mierda en el trabajo; que para hacer el amor tenía a mi mujer, y que le ofrecía el doble de lo que ella cobraba por encamarse si aceptaba; se ve que necesitaba la guita y aceptó. Fue un error. Me estacioné con el auto en una calle de tierra oscura y alejada de la zona urbana; tiré el asiento para atrás; me bajé el pantalón y el calzoncillo a la altura de las rodillas, y  luego de manosearla un poco para calentarme, me acomodé para que me chupara. Ella empezó su trabajo y a medida que lo iba haciendo me di cuenta que le agarraban como arcadas, que lo hacía con total desagrado. Pero traté de no preocuparme por eso. Eyacularía enseguida y así ella quedaría librada de un trabajo que evidentemente no le era habitual. Pero pasó lo peor. De pronto se sacudió con una arcada y me vomitó encima. Me cubrió del peor vómito que he visto y olido en mi vida. Fue un desastre. Un laburo bárbaro limpiar todo, y ni hablar justificarme ante mi mujer inventando un  autovómito que “por increíble que parezca” no dio ni tiempo a echar la cabeza a un costado. Siguieron otros pequeños recuerdos. Esa vez de chico, trepado a un árbol alto, un eucalipto de más de 10 metros, y al mirar hacia abajo me di cuenta que esa altura que separaba el piso de mi cuerpo tenía una cierta sugestión. Percibí que no era vértigo, sino algo más profundo. El miedo a que tranquilamente podía tirarme porque la altura, el vacío, me tentaban. Recordé otra cosa, una idea que tuve al ver la película Interiores de Woody Allen. El nudo del film pasaba por la conmoción planteada en una familia porque el padre decidía separarse de una mujer a la que obviamente ya no amaba -que además tenía algunos rasgos enfermizos, neuróticos-. La decisión se daba en un marco en que las hijas ya eran adultas. Había otros contenidos, la relación distinta que había entre cada uno de los padres y las hijas, que a la vez generaron rencores conscientes e inconscientes entre ellas. También estaba la búsqueda personal de cada una y la relación con sus maridos o parejas. Una historia bastante bergmaniana. No sé si fue la intención del autor, pero en un momento la opinión que cada uno de los protagonistas de la película tenía sobre los otros era ‘razonable’. Distintas y hasta opuestas, pero ‘razonables’. Uno podía comprender cada una de las posturas y entenderlas, justificarlas. Sin embargo no conciliaban, y la historia terminó en forma dramática. Pensé que la vida en gran medida repetía continuamente, en la relación de cada uno con las personas que lo rodean, el mismo gran problema. Que todo se reduce a una cuestión de opinión. O del cristal con que se mira, como dicen los viejos. En última instancia los hombres son verdaderamente hombres cuando actúan en correspondencia con lo que sienten y piensan, no por sentimientos o pensamientos universales. De allí que tantas veces las personas concilian sólo por azar o por un malentendido, como sentenció Sartre. Y ahora pensaba también: ¿Cuántas veces uno mismo se encuentra en su propia cabeza con pensamientos que no concilian, y de los que no se puede discernir cuál es más razonable que otro? La desazón que atravesaba en ese momento era un ejemplo de eso: dudaba del sentido de la vida, lo que se contraponía a mi usual optimismo y la conformidad con los afectos que me rodeaban, los placeres de la lectura, la escritura, la música, una buena película, las cosas conquistadas con esfuerzo y conscientemente. Me dije que en última instancia el choque de pensamientos irreconciliables causaban temor, miedo. Descubrí que casualmente los  recuerdos rememorados, imprevistos como el de la vaca, el vómito, el eucalipto, tenían de común denominador el miedo. Incluso en la película que recordé de Woody Allen, el miedo es en última instancia lo que le pasa a cada uno de los protagonistas. No sé porqué al pensar esto me sentí mejor y decidí levantarme del banco de la plaza para regresar a casa. Ya refugiado entre las paredes que conocía y rodeado de los rostros de las personas que amaba, se me ocurrió una conclusión a toda esa historia del día. Que el miedo nos despoja de toda seguridad, pero que uno debe sobreponerse al miedo. Que quizás esa es la característica más importante de lo humano, el sentido más profundo que le encuentro a la vida.

MONÓLOGO DE UN CIEGO

Necesitaba que me leyeran. Y si la ceguera no me negara la capacidad de lectura, prácticamente hubiera desechado la compañía de otra gente. La memoria, por suerte, aumentaba a la par de la vejez. Las páginas de Kipling, Eca de Queiroz,  Conrad, Cervantes, Lugones y otros tantos escritores seguían allí a la mano, como otro bastón. Pero no podía dejar de ignorar la literatura que en los años en que caminaba solo me fue desconocida. Por eso aceptaba a las mujeres que buscaban mi compañía para leerme. También, porque no hubiera podido atender la trama de una novela o la entonación de unos versos si la voz fuera la de un hombre. Ya bastante estar viejo y ciego, como para rebajarme a depender de un varón. El problema era que no sólo me leían, sino que en las pausas se veían obligadas a hablarme de lo que pasaba afuera. Yo me enteraba de la realidad por los dichos de esas mujeres, y eso me acarreó más de un problema. Con los años tuve que arrepentirme de haber juzgado como caballeros a personas que resultaron despreciables. ¿Cómo podía saber que la misma mujer que me leía a Joyce, estuviera tan equivocada sobre lo que pasaba dentro y fuera del país? Por eso, en estos últimos  años, acepté todas las conferencias que me ofrecían, los diálogos con el público. No por la compañía, que no me agradaba, sino para no estar tan alejado de lo que sucede más allá del fluir de mis pensamientos. Siempre pensé que todo tiene dos caras, y que una quizás no debe confesarse. Sé que algunos me juzgarán de una manera y otros de otra. Pero debo decir que por ignorancia nadie puede ser juzgado de un error. ¿Quién además podrá descubrir al Borges real tras la brumosa niebla que -como mi ceguera- dejan los biógrafos, las notas periodísticas, mi obra?  Todos tendrán razón, y yo mismo moriré sin conocer al Borges que reproducían los espejos.

TÁCTICAS PARA SER OTRO

Anhelaba ser otro. Lograr acercarme un poco más a las personas, pero en especial a esa compañera de trabajo de la que estaba enamorado. Pero equivoqué los rumbos. Pensé, en principio, que bastaba con cambiar la apariencia física. Pasé del pelo corto al largo. Abandoné los trajes, los colores grises, y usé ropa más informal, con colores vivos. Me dejé la barba y opté por las zapatillas en lugar de los habituales zapatos de cuero. Los resultados de estos cambios no fueron los que esperaba. Me di cuenta que sólo había acentuado mi distancia con las personas. La compañera de trabajo de la que estaba enamorado, seguía, como siempre, mostrándose esquiva. No aceptaba conversaciones informales, y la única vez que me animé a invitarla a tomar un café, rechazó el ofrecimiento con un marcado desdén. Los cambios físicos acentuaron su desinterés. Una sola vez se detuvo unos segundos ante mi escritorio y me dijo: “estás loco”, sugiriendo, sin dudas, que mi transformación no le agradaba. En otra oportunidad le dijo con sorna a otro compañero: “No le saquen la tijera del escritorio, a lo mejor la usa para algo provechoso”, aludiendo, inequívocamente, al crecimiento de mi cabellera. Otra vez nos cruzamos frente al ventanal de la oficina, y dijo, mirando hacia afuera: “Qué espléndidos esos colores azules y grises del cielo”, señalando indirectamente que rechazaba las camisas lilas y rojas que había empezado a usar. Yo anhelaba ser otro por ella, pero me convencí que los cambios en mi apariencia no eran el camino. Decidí entonces vestirme como la hacía antes, y rebajar el corte de mi pelo. Pero ella seguía sin brindarme una mayor atención. Debía intentar otros cambios. Encontrar ese ‘otro’ que a ella le agradara. Intenté tener una pose más intelectual. Me dediqué con mayor afición a la lectura. Aparecía en el trabajo con varios libros bajo el brazo, y los colocaba intencionadamente a la vista de todos arriba de mi escritorio. Aprovechaba cualquier intercambio de palabras con ella para meter un bocadillo que la ilustrara sobre mis nuevos conocimientos. Cuando nos saludábamos al empezar la jornada, yo describía con algunos versos de conocidos poetas cómo se había presentado el día. Ante un día luminoso  decía, por ejemplo: “Hoy el día tiene un resplandor de cobre, como escribió Borges”. Si llovía, recordaba unos versos de un poema de Tuñón: “Llueve con furia, y uno piensa en los maremotos que se han tragado tantas espléndidas islas de extraños nombres”. Si la ciudad estaba cubierta por una espesa niebla, yo recordaba los versos de T. S. Eliot: “La niebla amarilla que se restriega el lomo en los cristales de las ventanas”. Estas acotaciones de sabiduría, no impidieron que tanto ella como el resto de los compañeros de trabajo me siguieran dejando fuera de las charlas informales en la oficina. No obstante, no cejaba en mi empeño, y me metía medio de prepo en las conversaciones. En correspondencia con mi intención de mostrarme intelectual, parafraseaba a algunos escritores para opinar sobre política, medio ambiente, deportes o lo que sea. Debo reconocer que quedaba casi siempre descolocado. Que en una conversación informal sobre el descreimiento en la clase política, yo citara a un sociólogo argentino diciendo que “la suerte de la democracia parece depender de los manejos interburocráticos gestados en la antesala del poder político” o que en una simple polémica por un partido de fútbol, yo afirmara que “no es extraño que los partidos desaten discusiones, porque hoy por hoy el fútbol le alcanza y sobra al gobierno como válvula de escape para los impulsos reprimidos de la gente”,  provocaba gestos vulgares sobre lo que suponían eran síntomas claros de insanía. Desgraciadamente, ella no reaccionó favorablemente a este sesgo intelectual que había asumido. Incluso una tarde, agarró uno de los libros de mi escritorio, se acercó a la ventana y aplastó literariamente a una mosca. Luego, como si nada, volvió a dejar el libro sobre el escritorio, sin limpiarlo de la mosca desfigurada sobre la tapa, y mirando con sorna me dijo ‘gracias’. Me di cuenta que la pose intelectual tampoco era el camino. Esa noche, en casa, prácticamente no dormí pensando qué opciones me quedaban, cuál podía ser el ‘otro’ que a ella le agradara. Me decidí por el travestismo. Me compré ropa de mujer, e incluso algunos cosméticos que dieran a mi cara una apariencia femenina. Cuando entré a la oficina con esa transformación provoqué risas y alguna que otra visible indignación por parte del personal. Monopolicé por días los comentarios de compañeros y jefes. Pero noté en ella un cambio favorable. De a ratos me miraba y sonreía. Y una vez, al encontrármela en el ascensor, me miró a los ojos y dijo: “es usted muy valiente”.  Esa frase me hizo dudar si el camino elegido era totalmente correcto. Quizás no era que había dado en el clavo, sino que, como ella no tenía prejuicios, sólo trató de animarme ante la valentía de asumir una condición sexual que había reprimido por el miedo de ser discriminado. Sentí terror de haberme equivocado en forma monumental, cerrando cualquier otra posibilidad de que me viera como un hombre, y es más, un hombre enamorado. Comprendí que el paso previo y necesario para ser el ‘otro’ que ella esperara, era ser franco; esperarla a la salida de la oficina y que me escuchara. Actué de esa manera. La esperé en la vereda, la aferré del brazo y le dije que era imperativo que le hablara. La brusquedad no impidió que ella aceptara, así que nos cruzamos a una plaza cercana y nos sentamos en un banco. Le dije sin preámbulos: estoy enamorado de usted. Ella se rió y me preguntó: porqué esa ropa. Comprendí que el amor hace patético al hombre. Le dije que buscaba ser el ‘otro’ que le despertara sentimientos que se correspondieran a mi amor. Y que así fui cayendo en el ridículo. No hay ‘otro’, ahora me doy cuenta, le dije. Soy el mismo que le ha sido indiferente, pero que la ama. Ella sonrió, y dijo con una sonrisa que “quizás podemos llegar a congeniar”, frase que se encontraba a medio camino de mis expectativas y del fracaso. Me aferró la mano, y me dijo que no volviera más a la oficina con cosas raras, y mucho menos vestido con ropa de mujer. Yo asentí y ella agregó: “esa ropa de mujer, déjela para usarla en alguna ocasión más privada; úsela sólo para mí”. Y al verla con una sonrisa más marcada, descubrí su amor, y que quizás no estuve tan equivocado en marchar por los caminos intrincados de mis transformaciones para arribar a un sí.

LA CRUCIFIXIÃ’N DE NIETZSCHE

-¡Por favor! ¡Están crucificando a Nietzsche!- grité.

– No me vengas con eso – respondió mi amigo Federico, con quien compartía una pensión muy cerca del centro de Buenos Aires -. Yo sólo tengo oídos para Hegel, para Kant, y te diría que hasta para Marx, y además me agarrás en un momento de descanso, saboreando un café y leyendo unos cuentos de Asimov. Así que no me jodas; menos con Nietzsche.

Él no entendía que no me refería al pensamiento de Nietzsche, con el que teníamos alguna que otra discusión, ya que para mí el alemán no se oponía a los pensadores de la Ilustración -y Marx coincidíamos era la Ilustración, corregida materialmente-, sino que se trataba de una línea filosófica en esa línea, pero radicalizada, nihilista. Me refería al Nietzche real, el de unos 40 años, con un gran mostacho que prácticamente le ocultaba la boca, frente ancha, y el pelo corto pero abundante, peinado como con un jopo de izquierda a derecha, que desde la ventana veía estaban crucificando en una de las plazoletas de la 9 de Julio.

-¡Te digo que crucifican a Nietzsche en serio!- volví a gritar, señalando con mi mano por fuera de la ventana.

Federico apoyó el libro en el piso, y sin levantarse del sillón, me respondió: “Dejate de joder, no me pienso levantar, ¡¿cómo van a estar crucificando a Nietzsche?! ¡¿Estás en pedo?!”.

-No, no estoy en pedo, boludo – respondí-. Vení, asomate y decime si no es Nietzche al que están crucificando.

Federico, con desgano, se acercó a la ventana y se quedó unos segundos congelado, sin poder creer lo que estaba  pasando.

-Es imposible- dijo casi en un murmullo. Y agregó: “Parece Nietzsche, pero no puede ser Nietzsche. Aunque están crucificando a alguien que parece Nietzsche. ¡Y Cómo puede ser que estén crucificando a alguien en plena Buenos Aires!”.

-No tengo idea, pero aunque Nietzsche haya muerto hace como 99 años, te diría que estoy seguro que se trata de Nietzsche. No puede haber alguien tan igual.

Y agregué: “Bajemos a ver”.

Federico dudó unos segundos. Trató de encontrar alguna explicación lógica: “Debe ser una teatralización del vía crucis o algo así, y en lugar de alguien parecido al estereotipo de Cristo, pusieron a otro parecido a Nietzsche…”.

Yo volví a insistir con mi teoría: “Pero no ves que ni siquiera está desnudo o con un taparrabo. Está con un traje similar a los que se usaban a fines del siglo XIX. Y si es una teatralización, es muy buena, porque de acá se puede ver la sangre goteando de las manos y los pies perforados por clavos”.

Sin argumentos que oponer, y también por curiosidad, Federico acordó que bajáramos a ver.

Corrimos hasta la plazoleta, y al llegar había unas diez personas alrededor de la cruz. Verdaderamente la persona clavada parecía Nietzsche, y no había nada de teatro. Aunque no gritaba ni se quejaba, podía verse en su cara el dolor. Las diez personas que estaban alrededor eran las responsables de haberlo clavado a una cruz, porque tenían martillos, maderos, clavos, una escalera, y manchas de sangre en sus manos y ropas que seguramente brotaron de las heridas causadas en el cuerpo del crucificado.

-¡Viste que era Nietzsche! – le dije a mi amigo.

Las personas que estaban alrededor asintieron. Uno me respondió: “Claro que es Nietzsche”.

Mi amigo se vio obligado a replicar: “Pero, ¡¿cómo va a ser Nietzsche?! Nietzche murió hace una pila de décadas, casi un siglo”.

-No sea iluso – le respondió uno de los responsables del crimen-. No se da cuenta que es Nietzsche. Usted no leyó acaso su teoría del eterno retorno. El alemán tenía razón, a Nietzsche lo encontramos acá en Buenos Aires, vivito y coleando, y por eso lo tuvimos que crucificar. Nos pareció que era la mejor muerte que le podíamos dar, porque a pesar de su Anticristo, él admiraba a Jesús, sólo odiaba la religión que se creó en su nombre.

-No me venga con teoría – exclamó Federico -. Conozco bastante del pensamiento de Nietzsche, pero a mí no me va a hacer creer que Nietzsche revivió acá en Buenos Aires, y además, aunque éste sea un loco que se cree Nietzsche, cómo van a cometer un crimen, cómo van a crucificar a alguien.

-Pregúntenle si tienen dudas, todavía está vivo, se van a dar cuenta que no mentimos. Él es Nietzsche, y no hay que correr el riesgo que se repita otra vez la historia, que dentro de treinta o cuarenta años tengamos acá en el país un régimen como el nazi, cuyos fundamentos no hubieran sido posibles sin Nietzsche, porque hoy no fuimos capaces de actuar… Usted lo ve en la cruz, este Nietzsche revivido andará por los cuarenta años, y a sus cuarenta años todavía no había terminado de escribir Así hablaba Zaratustra; si ahora muere hay una esperanza de que todo no se vuelva a repetir…

Yo intervine: “Ustedes están locos. Mi amigo tiene razón. Cómo van a crucificar a alguien. Aunque sea Nietzsche, y más por ser Nietzsche, cómo lo van a crucificar…

Mientras Federico se acercó a la cruz, y mirando a la cara al desgraciado que agonizaba, le preguntó: “¿Usted es Nietzsche?”.

El tipo, que en verdad era igualito a Nietzsche, asintió, y con esfuerzo dijo: “Soy Nietzsche”. Habló en castellano, pero con indudable acento alemán.

-Vieron que era Nietzsche – nos volvió a decir la persona que había justificado ese acto infame que estaban cometiendo.

-Que él diga que es Nietzsche, no quiere decir que lo sea – respondió Federico. Insisto que ese tipo no puede ser Nietzsche y que ustedes están locos.

-¡Por favor, bájenlo de la cruz! – grité – . Traten de remediar esta barbaridad.

Las diez personas responsables del crimen empezaron a rodearnos, y a levantar la voz.

-Si siguen jodiendo les va a pasar lo mismo- dijo uno.

-Ustedes lo deben haber estado apañando todos estos años- dijo otro.

-No ven que es justo lo que estamos haciendo, los locos son ustedes -gritó otro más.

Federico empujó a uno que lo increpaba, gritando: “¡Están locos!, cómo van a sacrificar a una persona. Estamos en un país democrático, no en Irán…”.

-Los vamos a denunciar ya mismo – grité.

Uno de los tipos que nos acosaba hizo señas al resto para que nos agarraran y gritó: “Ustedes no van a denunciar a nadie”.

Así, en pocos minutos, apoyaron nuestras espaldas a los maderos de dos cruces, nos sujetaron fuertemente de manos y piernas, y empezaron a clavar.

El dolor de los clavos perforando músculos y nervios  fue insoportable, y más todavía cuando sentimos que la carne se desgarraba por el peso del cuerpo cuando elevaron las cruces y las clavaron a la tierra, a los costados de la cruz donde agonizaba el que se parecía a Nietzche.

La similitud con la crucifixión de Cristo y los dos ladrones era indudable.

Todo era una pesadilla fantástica, pero desgraciadamente real, aunque tampoco entendíamos cómo no se acercaban otras personas o la policía para liberarnos de esta locura. Buenos Aires a veces es así, y más en estos tiempos en que a nadie le importa lo que le pasa al otro.

La pérdida de sangre, no sé por qué razón, fue aminorando el dolor, aunque de a poco me sentía desfallecer.

Federico me gritó: “¡No te preocupés, alguien nos va a salvar en cualquier momento. Esto no puede estar pasando!”.

-Yo les empecé a gritar a los verdugos: “Hijos de puta!! Bájennos de acá, hijos de puta…!

De pronto el que se parecía a Nietzche, me miró de costado, y dijo: “No hay remedio, lamentablemente no hay remedio”.

-Cómo que no hay remedio? – le respondí. Esto es una locura, alguien nos tiene que sacar de manos de este grupo de locos…

Y le pregunté: “Porqué lo crucificaron, qué les hizo”.

El tipo respondió: “Ellos tienen razón, yo soy Nietzsche”.

-Pero cómo va a ser Nietzsche- le dije. Al verlo yo mismo me confundo, es igualito, pero es imposible que usted sea Nietzsche.

Federico acotó: “Si usted es Nietzsche yo soy Mahoma. ¡Están todos locos! Usted y todos esos hijos de puta que nos crucificaron”.

El que se decía Nietzche habló: “Yo sé que esto es muy extraño. Yo mismo cuando escribía sobre el eterno retorno no pensé en esto, en esta burla del destino. Yo me refería a otra cosa. Sabía que la idea era una carga muy pesada, porque le mostraba a los hombres que descansaba sobre sus actos una responsabilidad insospechada: un error que retorna no es lo mismo que un error que no tiene atributo de eternidad. Exaltaba al hombre, fortalecido de sacarse el peso de la dicotomía de la vida y la muerte. Yo pretendía la destrucción del tiempo, no su repetición. Pero, bueno, en algunas cosas estaba equivocado, y terminé apareciendo en este país en cierta medida acostumbrado a repetir todo lo que le ocurre…

Y agregó: “Quizás al morir le estoy haciendo un gran favor a este país… quizás… “. Luego calló; entró en la inconsciencia que antecede la muerte.

MÉTODO MORELLO PARA NO SEPARARSE

Nos amaremos en silencio. Comeremos en silencio. Nos vestiremos en silencio. Nos llamaremos por teléfono sólo para escuchar nuestra respiración.

Así lo habíamos acordado. No hablar.

Era estúpido. Muy estúpido. Pero nuestra relación se había ido deteriorando y como última alternativa antes de separarnos ella propuso que sigamos juntos conviviendo tres meses en absoluto silencio.

Lo de darnos una chance no me parecía mal, pero lo del silencio me parecía un delirio.

“¿Por qué?”, le pregunté.

Y allí me enteré que últimamente venía leyendo unos libros de alguien parecido a un psicólogo, un tal Parlo Morello. Libros de autoayuda, de acuerdo a la clasificación de las editoriales. En verdad veníamos tan mal que yo ya ni sabía qué carajo leía.

Morello, aparentemente, había construido toda una teoría del silencio, algo así como que la sociedad moderna le ha dado demasiada importancia a la palabra porque en realidad hay muy poco qué decir. El hombre vive tan enajenado por cosas materiales que la palabra pasó a ser algo así como el tul que esconde la realidad. El placebo. Hablar y hablar como para aparentar que uno está bien, pero en realidad, hablar y hablar porque no hay nada importante por decir y compartir. De allí el silencio. Usarlo para todo. Para mejorar el trabajo, para descubrir lo que uno quiere, para saber lo que se siente y… para mejorar la pareja.

Se han escrito tantas boludeces, desde los Evangelios por lo menos, que atender una más me daba lo mismo.

Si ella pensaba que era un camino aconsejable, lo tomaría. Después de todo no tenía claro si quería separarme o no. A lo mejor Morello y mi mujer tenían razón y el silencio ayudaría a redescubrir esas cosas por las que en un momento nos enamoramos.

Los primeros días la cosa no estuvo mal. Después de todo yo era, de los dos, el más hosco e introvertido. No hablaba tanto, a diferencia de lo que pensaba Morello. Mi mujer era la que le daba mucho a la parla y reconozco que terminaba cansando. Tanto bla bla bla muchas veces me perdía y terminaba en realidad haciendo que la escuchaba pero en la cabeza los pensamientos divagaban por otros andariveles.

Poder andar por la casa haciendo lo que se me cantara sin escuchar a mi mujer al principio no me desagradó. Hacer el amor en silencio, tampoco. Era como que coger se convertía en un hecho casi mecánico y menos trabajoso. Nada del parloteo previo, las gansadas del te quiero y el cuchi cuchi. Al palo y a la bolsa. Los hombres, en general, no tenemos tantas vueltas con el amor. Por todo esto el silencio, por un tiempo, no resultó incómodo. Pero el silencio, tarde o temprano, puede aturdir más que las palabras. Es como esa tortura china medieval de la gota cayendo en forma constante sobre la cabeza de un condenado. Parece una tortura menor, pero termina siendo de las peores que alguien puede soportar. Ese silencio continuo en la casa, entre nosotros, cada vez más se me hacía insoportable.

-Paremos un poco con esto del silencio- le dije un buen día, cansado del método Morello. Las cosas mejoraron un poco, pero si seguimos con esto del silencio me voy a volver loco.

-Mirá- me contestó. Morello escribió que se necesitan seis meses de silencio para empezar a hablar nuevamente y retornar de a poco a una relación mejor. Así que todavía faltan cuatro meses.

-¿Estás en pedo?  Primero me dijiste tres meses y ahora salís con seis. Cuatro meses más es una eternidad. Si ya el amor es algo complejo, qué puede saber Morello de cuántos meses se necesitan para que su método, de por sí extraño, de resultados. ¿Querés que compre un loro para hablar con alguien? Yo así no puedo seguir.

-Mirá, yo voy a respetar los seis meses. Si verdaderamente querés que recuperemos nuestro amor hacé el sacrificio y aguantate cuatro meses más. Estoy segura que Morello tiene razón, y además estaré convencida de tu amor si hacés el sacrificio de no hablarme por cuatro meses más.

Como no quería que me culpara después de no haber hecho el esfuerzo por evitar el divorcio, le dije que sí, a pesar de mis reparos y que sabía iba a costar muchísimo no hablarle por varios meses más.

Y así siguió la cosa. Como dos mudos habitando en una misma casa. Me contenía y no le hablaba, pero esto cada vez me afectaba más y estaba en un grado de stress y nerviosismo que si me hubiera encontrado cara a cara con el tal Morello le hacía tragar sus libros y también las obras completas de Freud.

En realidad yo ya había perdido la cuenta de cuánto faltaba para terminar esa especie de “voto de silencio” benedictino que me habían impuesto.

Un buen día, cuando regresamos a la casa del trabajo, ella me sonrió y anunció: “¡ya podemos hablar!”.

Esperó que yo le respondiera con alegría, que la abrazara, que le dijera que la amaba.

-¡Andate a la reputa madre que te remil parió!- le grité sin pensarlo, sin contener la bronca reprimida que venía acunando por el método Morello.

A los pocos días nos divorciamos.

EL LOBO

Me despierto sobresaltado a las 3 de la madrugada. Queda como único rastro de la pesadilla la imagen de un lobo resoplando cerca de uno de mis oídos. Me asquea pensar –aunque sea en un lugar alejado de la vigilia- que puedo ser alimento para el estómago de una bestia salvaje.

Cierro los ojos y trato de tranquilizarme. Vuelvo a dormir, esperando que esta vez abrace un sueño agradable.

A las 5 sin embargo me vuelvo a despertar sobresaltado. En la conciencia atrapo como única imagen otra vez el mismo lobo de la pesadilla anterior, esta vez con sus colmillos hundidos en mi cuello.

Tienen razón los que dicen que la paciencia del lobo es infinita.

UN DIOS BONDADOSO

Estoy acostado en mi cama, con la luz apagada, pero sin dormir. Y sé que un ojo me mira. Porque siento una mirada fija, clavada en mi rostro. Me siento un animal indefenso, pequeño, acechado por un felino, por un animal salvaje. Pero sin miedo. No tengo miedo. Después de todo, estoy en mi casa. En la casa que habito hace muchos años.

Estoy solo, es verdad. Perdí a mi mujer hace un tiempo, unos seis meses. Y no tuvimos hijos. Por eso, el hecho de estar en casa, mi lugar conocido, impide quizá el miedo. Y el hecho de haber perdido a mi mujer, a quien tanto amaba, y no tener hijos, refuerza la sensación de no estar atemorizado. Después de todo, ¿por qué voy a tener miedo?  ¿Qué tengo para perder? ¿Miedo a la muerte? El dolor que arrastro por haber quedado solo, hace que no tema a la muerte. Sin miedo, pero acechado por un ojo. ¿De quién? ¿Por qué?, me empiezo a preguntar. ¿El ojo es mi mujer? ¿Su fantasma? ¿No es algo así como mi conciencia? ¿La culpa por haberla perdido?

Su muerte fue irremediable. Una enfermedad incurable. Pero… ¿Quizá no hubiera podido hacer algo? ¿Haber probado con otros médicos, derivarla a otros centros de salud más tecnificados? No sé. El ojo me mira y el peso de su mirada domina el cuarto. ¿Y si el ojo es una especie de cámara del futuro? ¿Una persona que cientos de años adelante en el tiempo está sentada ante su máquina portátil del tiempo, hurgando el pasado? Y que por azar cayó en este cuarto y me mira. Y quizá se está preguntando ¿quién es ese tipo?, ¿qué está pensando?

Si así fuera, no me cuesta nada explicarle, y aunque esta especulación es muy delirante, de ciencia ficción, me pongo a hablar, a explicar quién soy, por qué estoy solo en el cuarto…

Al rato de hablar al ojo, a ese ojo-cámara del futuro, quizá, empiezan a caer gotas en mi rostro. Sin dudas, lágrimas. Lágrimas del ojo-cámara, lágrimas de ese tipo del futuro emocionado por mi soledad, por mi historia. Y en cierta medida ese llanto me consuela, me hace sonreír. Por eso exclamo: “¡Gracias hombre del futuro! ¡Gracias por compadecerte!”

De pronto escucho una voz, una voz que no es de un tipo. Una voz que dice:

-Soy yo boludo…

Es mi mujer. Mi mujer visitándome de la muerte. ¡El ojo era mi mujer!

-Y por qué llorás- le pregunto.

-Porque tus palabras confirman cuánto me amabas.

-Sí, es verdad.  Te amaba y ahora me siento muy solo. Y allá, ¿estás bien? -le pregunté.

-Adaptándome -dijo dubitativa.

-¿Adaptándote a qué? -pregunté otra vez.

-Y… El cielo no es como una imagina. Se supone que uno va a ser feliz, va a hacer las cosas que no pudo hacer en la tierra… Es todo muy raro.

-¿Por qué raro?

-No te lo puedo contar. No me dejan… como no me dejan hacer muchas cosas…

– ¡¿Qué?! ¡¿Uno no hace lo que quiere en el cielo?!

-No… Nada que ver. Hay que cumplir con muchas cosas -dijo otra vez en forma enigmática.

-¿Me extrañás? -le pregunté.

-Sí y no.

-¿Cómo que sí y no?

-Te extraño a veces. Extraño el sexo, las conversaciones, el compartir el almuerzo o la cena, los momentos juntos. Pero a veces no quisiera que termines acá. En esos momentos no te extraño o no quiero extrañarte.

-Pero… ¡¿Qué corno es el cielo?! ¡¿Por qué no me podés contar?!

-Y te dije, no puedo… ¡Ay!…

-¡¿Qué te pasó?!

-Nada… Un ángel nomás. Uno de esos que nos controlan y que me pegó con una regla en la mano…

-¡¿Cómo que te pegó con una regla?!

-Sí, nos tratan como a chicos. Me permitieron hablarte, pero sin hacerla larga ni avanzar mucho en detalles, menos del cielo… ¡Ay!

-Ahora… ¡¿Qué pasó?!

-Me volvió a pegar… Quiere que la corte…

-Pero… ¡¿Quién carajo se cree que es, guardián hijo de puta…?!

-A quién le dice hijo de puta…

-¿Quién habla?

-Yo, el guardián hijo de puta -dijo con ironía-. Soy un ángel, así que más respeto. Sino, le digo al trompa y te quedás fulminado en la cama…

-Pero… ¡Dejá a mi mujer tranquila! ¡Vos y el trompa se van a la reconcha de su hermana!… ¡¿Quiénes se creen que son?!

-Mirá, humano insignificante -dijo en forma despreciativa-. No te hagás el machito que te hago fulminar.

-¡¿Qué vas a fulminar vos?!

-Yo no, pero el trompa sí.

-¿Quién es el trompa?

-Imaginate, viejo, imaginate…

-Para ir a ese cielo de mierda que mortifica como a un chico a mi mujer, me importa un carajo dios. Te repito, vos y tu trompa me chupan un huevo. Y animate a fulminarme que cuando llegue allá te cago a trompadas…

-Calmate, amor, calmate -intervino mi mujer-… ¡Ay!…

-¿Otra vez te pegó? -le pregunté.

-Sí, otra vez.

-¡No le pegués más!

-Me tenés podrido, humano insignificante. Esperá, que llamo al trompa… ¡Ya vas a ver!… -dijo amenazando.

-Mi amor, ¿estás ahí?

-Sí. Pero tengo miedo por vos. No tendrías que haber hablado así. ¿Mirá si viene dios ahora y te mata?

-¡Qué venga ese desgraciado! ¡¿Cómo te van a tratar así?!

-¿Me escucha? -dijo otra voz.

-¿Usted es dios?

-Sí. ¡Qué ganas de joder! Con todo lo que tengo que hacer, me vienen a molestar por una boludez.

-Mire, si usted es dios, y supuestamente dios es bueno y bondadoso… ¡¿Cómo le van a pegar con una regla a mi mujer?!… Sin hablar de que el cielo, según sugiere mi mujer, es una porquería…

-¡Humano ignorante! ¿Usted sabe a cuántos humanos me digno a hablar? Prácticamente a ninguno. Ni al Papa le doy pelota. ¡Y tiene el descaro de cuestionar!

-Mire, ya de por sí yo no era creyente. Y aunque ahora sepa que existe, prefiero hacerle la contra y seguir viviendo como si no existiera. Es preferible que dios no exista, a tener un dios injusto.

-¡¿Ah, sí?! ¿Usted no sabe que los caminos de dios son insondables? ¿Nunca agarró la Biblia o un catecismo? ¿Qué sabe si soy justo o injusto?

-Si le hace pegar a mi mujer reglazos. ¡A una mujer! No sólo es injusto, es un hijo de puta, aunque no sé si tiene madre. ¡Pegarle a una mujer! Hay que ser cobarde…

-¡Ja!… ¡Gran cosa su mujer!

-¡¿Cómo que gran cosa mi mujer?!

-Sí. ¿Se cree que es fácil lidiar en el cielo con todos ustedes? Humanos creídos, que creen merecerse todos sus deseos. Yo soy dios. Hago lo que quiero. Yo los creé. Yo dispongo qué es lo mejor o peor para ustedes. Y a su mujer, si quiero, le pego los reglazos que me de la gana si lo creo adecuado. Y usted no me joda, que si se me canta lo mando para el otro lado… O sea, para éste…

-Mire, haga lo que quiera. Esta charla no tiene sentido. Páseme con mi mujer, que es lo único que me importa.

-¡Ma sí! Si querés a tu mujer, te la mando de vuelta…

-¡Sí! ¡Sí! ¡Por favor, dios! ¡Se lo pido!

-¡Ah! ¡Ahora te ablandaste! ¡Ahora te hacés el respetuoso! ¡Por favor…! ¡Por favor…! -dijo burlándose-. ¡Dios, las pelotas! ¡Irrespetuoso! Para que te mande de vuelta a tu mujer vas a tener que decir algo más que por favor…

-¡Cualquier cosa! ¡¿Qué quiere que le diga?!

-¡Ah! Se te fueron las ínfulas, humano infeliz.

-Sí… Sí…. Lo que usted diga. Soy un humano infeliz e insignificante, indigno de besarle los pies, un despojo, una basurita en medio de sus dedos, una bacteria, una hormiga, un pobre y miserable tipo, un…

-Pará… Pará… No te hagás ahora el arrastrado, el chupamedias…

-Tiene razón. Lo que usted diga. ¿Qué quiere? ¿Qué hago? Lo que usted quiera. Deme a mi mujer. Déjenos vivir un tiempo más juntos y morir juntos. O que yo muera antes. No soporto esta soledad.

-Dígame un par de padrenuestros y se la mando, que estoy muy ocupado.

-Pero… ¿Qué es esto? ¿Una confesión? Ya ni me acuerdo el padrenuestro. Apenas si fui a la iglesia hasta los ocho años…

– ¿Y el ave maría? Así de paso quedo bien con la vieja…

-Menos.

-Mire. Estoy cansado de esta charla. ¿No se acuerda ninguna oración? Me siento magnánimo. Si se acuerda alguna oración le devuelvo a su mujer, sino, se jode.

-Espere… Espere… ¿Y si le invento una? Tendría incluso más valor que repetir como un loro algo aprendido…

-Bueno, le doy esa oportunidad. Pero tiene que ser buena. No me va a ve

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