“Mi bisabuela†y otros cuentos de Claudio GarcÃa
Una selección de cuentos de los libros “El guardiacárcel guevarista y otros cuentos†(2009) y “Método Morello para no separarse†(2013) del escritor y periodista viedmense Claudio GarcÃa.
MI BISABUELA
“Ser niño es, sobre todo, un flujo de osadas y furtivas conjeturas…â€.
Fernanda Eberstadt (“Los demonios de Isaacâ€)
Tuve la suerte de conocer a mi bisabuela, quien murió cuando yo abandonaba la niñez y entraba en la pubertad. No sólo la conocÃ, sino que tuve con ella un cariño y una relación muy especial, paralela a la de mis padres. No puedo separar los recuerdos que guardo de los tres a los diez años de vida de la imagen de mi bisabuela, a la que llamaba simplemente abuela Juana. Por supuesto que esta relación se dio a partir del afecto que ella tuvo conmigo, por arriba de cualquier otro miembro de la familia y de mis propios hermanos. Yo no sólo era su bisnieto, creo -asà lo sentÃa- que era su única familia. En cierta medida, algunas situaciones se dieron para que ella fuera apartada de la consideración usual entre parientes cercanos. Su hija, la madre de mi madre, sufrió una severa arteriosclerosis, originada en un ataque de hipertensión, que fue deteriorando, progresivamente su salud fÃsica y mental. Quedó postrada prácticamente en una silla de ruedas, limitada a pocos movimientos, y mi abuelo, que indudablemente la amaba porque nunca consintió que una enfermera u otro miembro de la familia lo ayudara a cuidarla, se ocupó diariamente de higienizarla y darle la comida en la boca, como si fuera un bebé. Esto por años. Mi abuela sufrió esa grave enfermedad cuando yo tenÃa tres o cuatro años, y sobrevivió hasta unos años después del fallecimiento de mi bisabuela. Fue muy particular la manera en que evolucionó su enfermedad en la conciencia, en su salud mental. Quizás por aspectos negativos que arrastraba de la relación que tuvo con su madre, en la niñez o en la juventud, o vaya uno a saber, que indudablemente quedaron agazapados en su inconsciente, la abuela comenzó a manifestar un odio casi visceral contra su madre. El deterioro en su salud, no obstante no le habÃa negado la palabra, y, precisamente, la utilizaba para hablar pestes de mi bisabuela. Eso provocó que de a poco se volviera insostenible la convivencia entre ellas, y convulsionó la que existÃa con otros miembros de la familia. Fue comprensible que mi abuelo se sumara al progresivo aislamiento en que fue quedando mi abuela Juana, pero nunca entendà muy bien porqué otros miembros cercanos de la familia se sumaron a esa agresión gratuita que tuvo mi bisabuela en lo que serÃan los últimos años de su vida. Quizás celos por ese afecto y relación especial que tenÃa conmigo. ¿Quién sabe? En realidad dudo si todo ocurrió asà como lo cuento, porque los recuerdos tienen la imparcialidad de ese amor que yo sentÃa con la que consideraba mi verdadera y única abuela, y por el horizonte más acotado de razón y comprensión de las cosas que se tiene de niño. Lo cierto es que mi abuela Juana, que vivÃa en la misma casa de mis abuelos, pasó primero a vivir a una pieza con baño construida al fondo del terreno, separadas las dos construcciones por una gran parra que servÃa de refugio para las comilonas de algunos domingos, aniversarios, navidades y otras fiestas familiares. No obstante, por ese desgaste de la convivencia, un dÃa se cansó y se fue a vivir sola a una pensión. Después de todo no dependÃa totalmente de la familia, porque a pesar de su edad -superaba largamente los ochenta años- conservaba la lucidez de una mujer de menor edad y no tenÃa problemas importantes de salud, con excepción de un reuma en las piernas que le obligaba a realizar diarios y continuos masajes con una crema que recuerdo se llamaba Bálsamo Sloan. Además, cobraba una pensión -que creo le dejó su marido, quien morirÃa joven, al igual que su único hijo varón- con la que todavÃa, en esos años del paÃs, podÃa vivir con algo de estrechez, pero con dignidad. Lo cierto es que respondió al aislamiento en que la iban dejando, haciéndoles la tarea más fácil. Se distanció de todos, menos de mÃ. Ese es uno de los recuerdos más sentidos que guardo de ella. Yo iba a una escuela parroquial de mañana, y ella cada tantos dÃas aparecÃa en los recreos a verme. Nunca supe qué excusas dio a la maestra -estaba en tercero o cuarto grado- o a las autoridades del colegio, pero lo real es que me dejaban verla, y asà en lugar de jugar con los compañeritos del grado, me sentaba a charlar en un banco con ella. En uno de estos encuentros recibà uno de los regalos más lindos que tuve en mi infancia: un reloj. Recuerdo que era un Tressa, recubierto de oro, de un tamaño y con una malla de metal para chicos. Pero era de verdad, y eso además de reflejar su afecto, me daba otra satisfacción, la de hacerme sentir grande, porque, para la visión que tenÃa en esos años, tener un reloj era una cosa de gente mayor, no de niños. Creo también que ese reloj fue la causa que mis viejos se enteraran de las visitas que recibÃa en secreto de mi bisabuela, y la punta del ovillo para que descubrieran su paradero. No obstante, ella siguió viviendo sola, aunque retomó algún tipo de relación formal con la familia y se mudó a una pensión cercana a mi casa y a la de los abuelos. Una pensión donde ella finalmente morirÃa, creo que a los 93 años, no se sabe si por un ataque al corazón o intoxicada por la falta de oxÃgeno, ya que siempre utilizó para calefaccionarse en el invierno un viejo brasero de metal fundido. Ese brasero está también unido a gran parte de las imágenes que guardo de ella. Muchas veces yo juntaba los palos y maderitas que ayudaban a prender el carbón, y como buen chico me gustaba acercar mis manos a ese brasero para recibir calor, y asustar a mi bisabuela haciéndole creer que me habÃa quemado. Cuando quedaban pocas brasas, la recuerdo colocando el brasero bajo sus piernas, haciéndolo desaparecer, porque siempre usó largas polleras, como la de esas campesinas europeas o rusas que uno veÃa en muchas pelÃculas, que le llegaban hasta los tobillos. Generalmente se sentaba en una vieja silla de mimbre, colocaba el brasero bajo sus piernas, y yo también me sentaba adelante de ella en una sillita chica. Y asÃ, frente a frente, charlábamos y hacÃamos otras cosas, como rezar y jugar a las cartas. Ella era muy religiosa, mucho más que el resto de la familia, y hacÃa que yo compartiera muchos de la serie de ritos y preceptos que tiene para sus fieles la iglesia, en este caso la católica. Yo asumà naturalmente esa devoción, porque después de todo mis viejos también eran muy creyentes, y me habÃan inculcado que eran faltas graves no rezar antes de dormir o ausentarme de misa los domingos. Mi bisabuela me llevaba a misa los domingos, pero solÃa también hacerlo un sábado o entre semana. Además, me hacÃa rezar en distintos horarios del dÃa, incluso largos rosarios. No permitÃa que dijera alguna mala palabra, y, precisamente, la única actitud severa que tuvo conmigo fue una vez que exclamé un “¡carajo!†que habÃa escuchado y que en realidad no sabÃa muy bien si era o no un insulto, pegándome con su mano abierta en la mejilla. Aprendà de ella el catecismo y las historias más populares de la biblia, mucho más que de las horas de religión de la escuela parroquial o de esos cursos que debÃa tomar previo a la confirmación y la comunión. Lo que más me gustaba era compartir con ella el juego a las cartas. En realidad mi bisabuela me enseñó los principales juegos que todavÃa suelo practicar con amigos y mis hijos: la escoba de quince, el chinchón y el truco. Me enseñó también el mus y el tute cabrero que, lamentablemente, tras su muerte, fui olvidando. TenÃa unas cartas viejas y manoseadas, y en tantos años no recuerdo que cambiáramos de mazo. Utilizábamos como mesa sus propias piernas, porque después de todo, cuando me sentaba frente a ella en mi sillita, quedaban perfectamente a mi altura. Para anotar utilizábamos porotos colorados o garbanzos, como solÃan hacer todos los viejos que jugaban a las cartas. Muchas veces ganaba ella, y algunas pocas ganaba yo, pero lo que más me gustaba es que en esto me trataba también como una persona grande: no por ser chico me dejaba ganar, como suelen actuar los adultos. Lamentablemente los recuerdos son fragmentarios y sin una cronologÃa exacta. Es extraño pensar que el azar todavÃa tenga la capacidad de hacer batir sus alas por arriba de cosas que sucedieron realmente, y es asà que uno aferra algunas imágenes del pasado y otras no, y además se idealiza: lo que creemos sucedió de una manera, lo estamos rememorando seguramente de otra. Es que quizás lo importante de estos y otros recuerdos no sea la fidelidad con que se recrea el ayer, sino los sentimientos que traen al presente. Esa cosa agridulce de la que creo siempre se reviste la felicidad: uno se da cuenta que en aquellos momentos, esos momentos que yo vivà con mà abuela Juana, uno fue feliz, pero sin conciencia de ello. Si bien yo era muy chico, y sólo entre comillas uno puede afirmar lo que realmente significó esa relación tan fuerte con mi bisabuela; ahora, con las gotitas del recuerdo -como dirÃa Proust-, que bajan por el corazón y humedecen los ojos, uno se da cuenta que todo eso no murió, sino que se atesora. Después de todo, el acicate para vivir, no se encuentra en nebulosas expectativas al mañana, sino al saber, con el recuerdo, que hemos conocido la felicidad. Recuerdo una de esas imágenes que cada tanto llegan a mi mente, en la que estoy, con tres o cuatro años, sentado sobre las rodillas de mi bisabuela, agarrado a sus manos, y ella jugando conmigo imitando el trote de un caballo, moviendo sus piernas al son de dos canciones. Una, que decÃa: “Mañana por la mañana te espero Juana en el taller, te juro Juana, que tengo ganas, de verte la punta del pie…â€, y otra, que decÃa algo asà como: “Serra mamerra, olla de terra, olla de ram, patatÃn, patatán, patapatapatapam…â€, que nunca supe qué querÃa decir o de qué idioma se trataba. A veces yo mismo, inconscientemente, he repetido con mis tres hijos lo mismo que hacÃa mi bisabuela: los he subido a mis rodillas y les he cantado las mismas y extrañas canciones. En esas oportunidades no sólo la recuerdo, sino que pienso que, en realidad, ese par de simples canciones y los juegos de cartas son las únicas cosas “útiles†que guardo de ella, porque al crecer fui perdiendo casi todas las cosas que quiso inculcarme. Con los años me he vuelto escéptico y ateo, cosa que mi bisabuela, de levantarse de la tumba, tomarÃa ahora con mayor desagrado que aquella vez en que se me dio por carajear. Pienso con ironÃa lo inútiles que fueron sus rosarios, misas y lecturas de la biblia. Su machacar sobre ciertos valores que luego he desechado. Sin embargo, siento que no hubiese querido otra niñez. Quizás no fue casualidad que ella muriera cuando yo estaba a las puertas de mi adolescencia. Que hubiera sido un error que viviera para ver que al niño que amaba le sucedÃa un joven con otros intereses, que ya no reclamarÃa su compañÃa, sus lecturas, sus cartas. Por eso la lloré tanto quizás; porque mi niñez se iba con ella. Era un sábado o domingo; yo estaba jugando al fútbol en un potrero cerca de casa, cuando vi llegar corriendo a mi mamá, que con lágrimas en los ojos me dijo que mi abuela habÃa muerto. Ella también sabÃa que era mi abuela, no mi bisabuela. Y ahora que lo pienso, sé que lloraba también por lo que significaba su pérdida para mÃ. Los niños quizás son crueles, y en realidad mis viejos, mis abuelos y otros familiares la querÃan también y la lloraron con sinceridad. Pero, por mi apego tan fuerte, y por esa situación de aislamiento que habÃa tenido por causa de la enfermedad de la abuela, yo estaba convencido que era el único afectado por la muerte de mi bisabuela. Guardo la imagen del velorio en que prácticamente no me movà de una silla a un costado del ataúd, y en donde rezaba en silencio rosarios y oraciones que mi abuela Juana me habÃa enseñado con dos sentidos: para que dios guardara su alma, y a la vez castigara a la abuela y a todas las personas que hipócritamente lamentaban su muerte, cuando en vida la habÃan olvidado. A veces lamento no guardar una foto de ella. Mi vieja tiene algunas, pero no he querido tomarle una. Hay veces que aprovecho la visita a mis viejos para hurgar como un ladrón en la caja de fotos para ver una en especial, donde yo estoy, con unos tres años, sentado arriba del paredón del frente de la casa de los abuelos, sosteniendo con mis brazos un cachorro de perro Lassie, y mi abuela Juana, parada a un costado, me sostiene mientras le sonrÃe a la cámara. Lo hago sólo para verle la cara, porque, lamentablemente, de todas las imágenes que puedo llegar a rememorar con mi bisabuela, no sé porqué, me cuesta capturar su rostro. No entiendo cómo a mi memoria se le puede escapar algo tanto importante.
EN SUS OJOS DESCUBRIO EL AMOR
HacÃa ya unos cinco años que vislumbró en los ojos de una mujer el reflejo del amor. La habÃa encontrado en la esquina de una plaza, y como se dio cuenta que era una prostituta, sin demasiados preámbulos la llevó a un cuarto de hotel. Allà no sólo la amó, sino que pudo retenerla por varias horas para contar su vida y escuchar el relato de la suya. No se habÃa equivocado. Eran en cierta medida almas gemelas, sus deseos se enlazaban naturalmente, aunque la situación social de uno y otro fuera distinta. No por nada, ella era prostituta y él un empleado administrativo, un poco mediocre, de una empresa, pero con un sueldo que le permitÃa vivir sin privaciones. Lo cierto es que se enamoró y ella respondió con sentimientos afines. No le preocupaba que fuera prostituta, después de todo, pensaba, uno puede aceptar los esquemas tradicionales enseñados de casarse con una mujer respetable, de la misma escala social, etc. etc., pero eso no garantizaba el amor. El amor es otra cosa. Lo habÃa visto en sus propios padres, que se casaron privilegiando esos valores antes que la seguridad de un sentimiento mutuo, y luego su matrimonio se caracterizó por la infelicidad. Lo importante era que con esa mujer, prostituta o no, se daba el azar del amor, eso que tanto a un hombre o a una mujer le pude suceder no más de dos veces en la vida. Él no lo iba a desaprovechar. ¿Qué importaba que por algunos años ella se acostumbró a buscar hombres distintos cada noche? ¿Acaso no debÃa comer? Eso quedarÃa ahora en el pasado. Después de todo, para él también la vida tendrÃa ahora otro contenido, una plenitud que permanecÃa en secreto o aletargada en sus años de oficinista solitario. Asà fue que a los pocos dÃas de esa primera noche de hotel, se casaron. Todo marchó bien hasta que un dÃa se dio cuenta que pasaba algo grave, que no habÃa previsto. Descubrió que su mujer, a escondidas, seguÃa ejerciendo la prostitución, y cuando se lo echó en cara, ella se justificó diciendo que no lo hacÃa porque no lo amara, no dudaba de sus sentimientos, pero que habÃa descubierto que no sólo ejerció la prostitución por falta de otras oportunidades, sino porque realmente se creÃa una mujer con una especial sabidurÃa para amar a los hombres, una sabidurÃa profesional que no podÃa ser acotada a una sola persona. Que lo lamentaba, que podÃa y querÃa seguir siendo su compañera, amarlo y ser fiel a ese amor, pero sólo al amor. Como que ser prostituta era parte de su naturaleza, una verdad llana y simple a la que no podÃa renunciar. Él se sintió shockeado. Se preguntó cómo ese brillo en los ojos de su mujer donde él habÃa vislumbrado la felicidad, podÃa esconder una trampa. ¿Qué hacer?, se preguntó. ¿Aceptar ese camino de incertidumbres con una mujer que lo engañarÃa continuamente, pero con la que ya estaba casado y amaba? ¿SerÃa peor esa vida, de la que tenÃa antes de conocerla, como solitario, cuarentón y mediocre empleado administrativo? ¿PodrÃa el azar traerle otra mujer en la que encontrara un amor exclusivista, sin trampas? Con dudas, porque sabÃa también que ya no era un joven que podÃa fácilmente encontrar otra mujer, optó por la última posibilidad. Le dijo que no podÃa aceptar ser el marido de una prostituta. Sin embargo, los años empezaron a pasar, sin llevarlo más lejos de lo que habÃa llegado con esa mujer de la calle de la que se habÃa enamorado. No pudo vislumbrar en los ojos de otra mujer nada parecido. Terminó arrepintiéndose de su decisión. Pensó que hubiera sido mejor aceptarla como era; que podÃa sentirse conforme con el amor que cada dÃa y cada noche descubrirÃa en el brillo de los ojos de su mujer. ¿Qué importaba si en ese brillo otros hombres, por un rato, también encontraban refugio? Por eso desde hace un tiempo la busca por las calles; va todas las noches a esa plaza donde la descubrió por primera vez. TodavÃa no pudo hallarla, pero confÃa que el amor que se dio entre ellos, anda todavÃa serpenteando por la ciudad.
EL ENOJO DEL ACTOR
En un teatro de Buenos Aires se representaba una obra seria, un drama, pero dos espectadores, amigos, se habÃan tentado de risa y no podÃan contenerse. El público, molesto por esa falta de respeto al trabajo de los actores, de a poco comenzó a hacer evidente su enojo, largando improperios a la pareja desubicada. AsÃ, empeoraban lo que trataban de remediar. Los actores, ante el desorden, perdÃan la concentración. Sin embargo, los dos amigos no cejaban con su risa, y el resto del público incrementaba los insultos, chistidos y gritos con la intención de hacer regresar a la cordura a la pareja insolente. La obra de teatro contaba la historia de un hombre y una mujer jóvenes, enamorados y un poco intelectuales, que con una actitud romántica, anticapitalista, habÃan decidido irse a vivir al campo; creÃan que allÃ, cerca de la tierra y de la gente simple, recuperarÃan una existencia más plena, en equilibrio con la naturaleza y con el espÃritu del hombre, lejos de esas ciudades donde triunfaba lo material, el vacÃo entre muchos. Los personajes estaban convencidos que la supuesta racionalidad cientÃfica y técnica, simbolizada por la gran ciudad, acunaba en sus brazos al hombre irracional y con amnesia sobre los valores más importantes. Pero a medida que se desarrollaban las escenas, descubrirÃan que esa huÃda al interior rural les deparaba en realidad otra cosa: pobladores hoscos, con prejuicios ancestrales, el aburrimiento y otro tipo de vacÃo, peor que el de los centros urbanos donde, al menos, se es más libre de intentar cosas sin que las personas lo anden señalando a uno con el dedo.
Cuando el público comenzó a alterarse por las risas de dos espectadores, la obra se encontraba en el tercer acto, en una escena donde los personajes comienzan a tener conflicto entre ellos. Esos entredichos reflejaban en cierta medida la incapacidad de sincerarse y reconocer que la opción de vida elegida, habÃa sido equivocada. A pesar de la fuerza dramática de la obra, los actores no podÃan evitar mirar de soslayo al público irrespetuoso, y el nerviosismo de la situación les hacÃa equivocar el texto. El primer actor no sólo estaba confundido, sino además furioso por la actitud del público que, indudablemente, con el enojo creciente y los insultos hacia la pareja reidora, perdÃa el hilo de la historia, la riqueza conceptual de la obra y sus dotes actorales. La actitud del público hacÃa identificar al actor con la postura inicial de la obra, crÃtica a la vida de ciudad y a su gente. Pensaba con enojo: “Gente de ciudad como la de este público… insensible a las cosas realmente importantes, que sólo atiende las cosas superfluas, y en última instancia, sus escalas de valores giran alrededor del dinero, el ascenso social…â€. Sin tiempo de razonar con profundidad, porque a pesar del escándalo en las butacas trataba de continuar con la actuación, lo fue embargando un sentimiento de repulsa contra los espectadores. No soportaba esa actitud de enfrascarse en gritos contra dos personas que si bien se reÃan de forma desubicada en mitad de una obra teatral seria, lo más sensato era ignorarlos por respeto a los actores, que de todas formas no iban a distraerse del todo por esa risas. ¿Cómo podÃan ser tan tarados? pensaba el actor. ¿Cómo no se dan cuenta que están empeorando todo, y que de esta manera nuestra actuación se hace insostenible?
De pronto, no aguantó más, le hizo una seña a su compañera de actuación, y encaró al público gritando: “¡Basta! ¡Basta!. ¡Ustedes! -dijo señalando con el Ãndice de su mano derecha a los dos risibles amigos-, ¡Paren de reÃr, estúpidos! ¡No ven que son la causa de todo este desorden!â€. Y agregó: ¡Ustedes! -con un movimiento de mano indicó que se dirigÃa al resto del público- ¡No se dan cuenta que en lugar de ayudar, empeoran todo! ¡Que están todos chillando y gritando como animales, y asà no podemos concentrarnos!â€. El enojo del actor dio resultado, y todos callaron de pronto, tomando conciencia de la verdad de la reprimenda. Pero el actor se encontraba tan enfurecido como para no detenerse. Estaba, en cierta medida, sacado de las casillas, perturbado. Se le embrollaron en su cabeza las ideas iniciales del personaje de la obra, con las suyas, de actor ofendido por la falta de respeto del público. Y asÃ, con una expresión de orador de barricada, echó en cara de un público azorado un discurso en que describÃa los peores aspectos de los centros urbanos, y como éstos generaban un tipo de persona en cierta medida detestable. Exclamó: “El consumo, y todas esas cosas supuestamente útiles por las que un gran número de gente corre todo el dÃa, deslomándose en oficinas y otros lugares grises y rutinarios, viajando en subtes y colectivos atestados como sardinas en lata, no puede más que generar hombres inútiles. Como ustedes, que creen cumplir con su pose de clase media culturosa, viniendo cada tanto a un teatro como éste, pero luego no tienen el más mÃnimo respeto por los actores…†Al llegar a ese punto, la mayorÃa de los espectadores no pudo menos que sentirse ofendido, y con insultos al actor se empezó a levantar de las butacas y a marcharse ofuscado del teatro que, en pocos segundos, quedó prácticamente vacÃo. El actor se dio cuenta de pronto de lo que habÃa hecho; que se habÃa trastornado, acusando al público de cargos de los que ni siquiera estaba seguro de su fundamento, gratuitamente, influenciado en parte por el contenido de la obra. Su compañera de actuación, al lado, le recriminaba: “¡Qué hiciste! ¡Qué hiciste!.. Y de la platea llegaban nuevamente las risas de esos dos amigos, los únicos espectadores que todavÃa permanecÃan en el teatro, que quizás ahora sà se reÃan en forma justificada.
JORNADA DE DESAZÓN
“¡Prosigue, pues inerme siempre
tu marcha por la vida, y nada temas!†Hölderin
Hay veces que miro mi sombra y dudo que sea yo el que la esté generando. La luz y yo. En realidad son esos dÃas que agobia la vida y no encuentro sentido a muchas cosas, empezando por mi sombra. Digo mi sombra, pero en el fondo, es el miedo a dudar de mi propia existencia. Después de todo, uno normalmente piensa que es el centro del mundo y no que en el suceder de dÃas que no se diferencian de otros algo haga un ‘click’ en que se empieza a dudar de la sombra. Un ‘click’ en algún punto de lo que generalmente es un dÃa común y normal de la semana: gestos y palabras usuales con la mujer y los chicos, diez horas de trabajo rutinario, la cena, el televisor, las páginas de un libro, quizás el amor, y listo, buscar el sueño. Sin embargo, a mitad de uno de esos dÃas, surgió el interrogante con esa compañÃa que arrastramos desde que salimos del seno materno; eso y una desazón y ganas de fumar. HacÃa varios años que no fumaba, y con excepción de algunas noches con amigos que tuve deseos de prender un cigarrillo, no habÃa sufrido de la abstinencia de ese vicio. Sin embargo, en el dÃa del que hablo me agarraron unas irrefrenables ganas de fumar, como si en realidad nunca hubiese dejado el pucho. Por eso corrà al quiosco de la plaza y compré, como usualmente lo hacÃa años atrás, un paquete de Marlboro y una caja de fósforos. No volvà a casa. Me senté en un banco de la plaza, prendà el cigarrillo, y mientras me acostumbraba al sabor del humo del tabaco, me empecé a acordar de cosas nimias y absurdas de mi vida. Allà me di cuenta que la desazón no surge de grandes preguntas, del peso de la nada o de la ausencia de dios, de que haya existido Auschwitz, Camboya, Bosnia, Kosovo o el terrorismo de estado en la Argentina. No. Surge de cosas cotidianas y ordinarias. El sabor de una mala comida, la ausencia de un buen programa en la TV, que no arranque el auto en la mañana, o que la mujer de vuelta la cara cuando esperaba un fuerte y cariñoso beso. Por eso también deben darse gran parte de los suicidios; no por el agobio de falta de plata, el desamor, o la excesiva lectura de Schopenahuer, sino porque surgieron en la casa goteras en el techo, o el perro decidió transformarse en una mascota esquiva. Tiene razón Nietzsche cuando se carga a Dios en tres o cuatro párrafos y luego gasta hojas y hojas de un libro reflexionando sobre el tema que verdaderamente le interesa… la nutrición. O que la principal obra de Hegel termine también hablando de la alimentación y la sexualidad. Yo también pienso que las verdades pasan por andariveles que generalmente se descartan, y en correspondencia con eso, de mi cabeza salÃan recuerdos de cosas prácticamente insignificantes. Cuando una vez de mochilero, ya de noche, me encontraba completamente solo en una pequeña carpa instalada en medio de un campo, apenas cortado por uno que otro árbol. Antes de que la noche instalara su dominio no se veÃa nadie a la vista; sólo, un poco lejos, el resplandor de las luces de un pueblo al que me habÃa resignado no llegar ese dÃa. Yo era adolescente y como cualquier mortal le temÃa un poco a la falta total de luz. En especial esas noches de las zonas rurales donde la oscuridad es tan cerrada que no puede distinguirse nada a un palmo de narices. Me encontraba entonces en el interior de la carpa, esperando el sueño con la lectura de un libro, cobijado en la tenue luz de una vela resguardada en una lata. De pronto me di cuenta que la tela de la carpa se sacudÃa porque las sogas que la sostenÃan, estaqueadas al suelo, eran tironeadas por algo o alguien. El miedo a lo desconocido recorrió mi cuerpo. El miedo a un loco, a una patota, a la cana. No sabÃa qué podÃa ser. Aunque era y soy muy escéptico, me veÃa tentado a creer en monstruos, fantasmas, animales mitológicos. Instintivamente agarré el único cuchillo que tenÃa en la mochila, y grité: “¡¿Quién anda allÃ?!… “¡¿Quién es?!… ¡¿Quién?!….â€. Nada o nadie contestó. Asà pasaron segundos o minutos eternos, hasta que me animé a subir el cierre de la entrada de la carpa y salir afuera. Cuando lo hice, me topé con… una vaca. ¡Una maldita vaca! Es más. No era una, eran varias, que habÃan salido de no sé donde, y que se encontraban pastando. ¡Pastaban de noche! Con sus patas rozaban las sogas de la carpa y asà la sacudÃan. Eso era todo. Me acordé de otras cosas ese dÃa, mientras los cigarrillos se consumÃan. Esa otra vez que habÃa levantado una puta con el auto, luego de que aceptara chuparme la pija por unos pocos mangos. La prostituta habÃa dudado. Primero incluso dijo que no, que ella no chupaba pijas, que sólo se dejaba coger. Pero como yo amagué a irme, diciendo que sólo querÃa una chupada para relajarme del dÃa de mierda en el trabajo; que para hacer el amor tenÃa a mi mujer, y que le ofrecÃa el doble de lo que ella cobraba por encamarse si aceptaba; se ve que necesitaba la guita y aceptó. Fue un error. Me estacioné con el auto en una calle de tierra oscura y alejada de la zona urbana; tiré el asiento para atrás; me bajé el pantalón y el calzoncillo a la altura de las rodillas, y luego de manosearla un poco para calentarme, me acomodé para que me chupara. Ella empezó su trabajo y a medida que lo iba haciendo me di cuenta que le agarraban como arcadas, que lo hacÃa con total desagrado. Pero traté de no preocuparme por eso. EyacularÃa enseguida y asà ella quedarÃa librada de un trabajo que evidentemente no le era habitual. Pero pasó lo peor. De pronto se sacudió con una arcada y me vomitó encima. Me cubrió del peor vómito que he visto y olido en mi vida. Fue un desastre. Un laburo bárbaro limpiar todo, y ni hablar justificarme ante mi mujer inventando un autovómito que “por increÃble que parezca†no dio ni tiempo a echar la cabeza a un costado. Siguieron otros pequeños recuerdos. Esa vez de chico, trepado a un árbol alto, un eucalipto de más de 10 metros, y al mirar hacia abajo me di cuenta que esa altura que separaba el piso de mi cuerpo tenÃa una cierta sugestión. Percibà que no era vértigo, sino algo más profundo. El miedo a que tranquilamente podÃa tirarme porque la altura, el vacÃo, me tentaban. Recordé otra cosa, una idea que tuve al ver la pelÃcula Interiores de Woody Allen. El nudo del film pasaba por la conmoción planteada en una familia porque el padre decidÃa separarse de una mujer a la que obviamente ya no amaba -que además tenÃa algunos rasgos enfermizos, neuróticos-. La decisión se daba en un marco en que las hijas ya eran adultas. HabÃa otros contenidos, la relación distinta que habÃa entre cada uno de los padres y las hijas, que a la vez generaron rencores conscientes e inconscientes entre ellas. También estaba la búsqueda personal de cada una y la relación con sus maridos o parejas. Una historia bastante bergmaniana. No sé si fue la intención del autor, pero en un momento la opinión que cada uno de los protagonistas de la pelÃcula tenÃa sobre los otros era ‘razonable’. Distintas y hasta opuestas, pero ‘razonables’. Uno podÃa comprender cada una de las posturas y entenderlas, justificarlas. Sin embargo no conciliaban, y la historia terminó en forma dramática. Pensé que la vida en gran medida repetÃa continuamente, en la relación de cada uno con las personas que lo rodean, el mismo gran problema. Que todo se reduce a una cuestión de opinión. O del cristal con que se mira, como dicen los viejos. En última instancia los hombres son verdaderamente hombres cuando actúan en correspondencia con lo que sienten y piensan, no por sentimientos o pensamientos universales. De allà que tantas veces las personas concilian sólo por azar o por un malentendido, como sentenció Sartre. Y ahora pensaba también: ¿Cuántas veces uno mismo se encuentra en su propia cabeza con pensamientos que no concilian, y de los que no se puede discernir cuál es más razonable que otro? La desazón que atravesaba en ese momento era un ejemplo de eso: dudaba del sentido de la vida, lo que se contraponÃa a mi usual optimismo y la conformidad con los afectos que me rodeaban, los placeres de la lectura, la escritura, la música, una buena pelÃcula, las cosas conquistadas con esfuerzo y conscientemente. Me dije que en última instancia el choque de pensamientos irreconciliables causaban temor, miedo. Descubrà que casualmente los recuerdos rememorados, imprevistos como el de la vaca, el vómito, el eucalipto, tenÃan de común denominador el miedo. Incluso en la pelÃcula que recordé de Woody Allen, el miedo es en última instancia lo que le pasa a cada uno de los protagonistas. No sé porqué al pensar esto me sentà mejor y decidà levantarme del banco de la plaza para regresar a casa. Ya refugiado entre las paredes que conocÃa y rodeado de los rostros de las personas que amaba, se me ocurrió una conclusión a toda esa historia del dÃa. Que el miedo nos despoja de toda seguridad, pero que uno debe sobreponerse al miedo. Que quizás esa es la caracterÃstica más importante de lo humano, el sentido más profundo que le encuentro a la vida.
MONÓLOGO DE UN CIEGO
Necesitaba que me leyeran. Y si la ceguera no me negara la capacidad de lectura, prácticamente hubiera desechado la compañÃa de otra gente. La memoria, por suerte, aumentaba a la par de la vejez. Las páginas de Kipling, Eca de Queiroz, Conrad, Cervantes, Lugones y otros tantos escritores seguÃan allà a la mano, como otro bastón. Pero no podÃa dejar de ignorar la literatura que en los años en que caminaba solo me fue desconocida. Por eso aceptaba a las mujeres que buscaban mi compañÃa para leerme. También, porque no hubiera podido atender la trama de una novela o la entonación de unos versos si la voz fuera la de un hombre. Ya bastante estar viejo y ciego, como para rebajarme a depender de un varón. El problema era que no sólo me leÃan, sino que en las pausas se veÃan obligadas a hablarme de lo que pasaba afuera. Yo me enteraba de la realidad por los dichos de esas mujeres, y eso me acarreó más de un problema. Con los años tuve que arrepentirme de haber juzgado como caballeros a personas que resultaron despreciables. ¿Cómo podÃa saber que la misma mujer que me leÃa a Joyce, estuviera tan equivocada sobre lo que pasaba dentro y fuera del paÃs? Por eso, en estos últimos años, acepté todas las conferencias que me ofrecÃan, los diálogos con el público. No por la compañÃa, que no me agradaba, sino para no estar tan alejado de lo que sucede más allá del fluir de mis pensamientos. Siempre pensé que todo tiene dos caras, y que una quizás no debe confesarse. Sé que algunos me juzgarán de una manera y otros de otra. Pero debo decir que por ignorancia nadie puede ser juzgado de un error. ¿Quién además podrá descubrir al Borges real tras la brumosa niebla que -como mi ceguera- dejan los biógrafos, las notas periodÃsticas, mi obra? Todos tendrán razón, y yo mismo moriré sin conocer al Borges que reproducÃan los espejos.
TÃCTICAS PARA SER OTRO
Anhelaba ser otro. Lograr acercarme un poco más a las personas, pero en especial a esa compañera de trabajo de la que estaba enamorado. Pero equivoqué los rumbos. Pensé, en principio, que bastaba con cambiar la apariencia fÃsica. Pasé del pelo corto al largo. Abandoné los trajes, los colores grises, y usé ropa más informal, con colores vivos. Me dejé la barba y opté por las zapatillas en lugar de los habituales zapatos de cuero. Los resultados de estos cambios no fueron los que esperaba. Me di cuenta que sólo habÃa acentuado mi distancia con las personas. La compañera de trabajo de la que estaba enamorado, seguÃa, como siempre, mostrándose esquiva. No aceptaba conversaciones informales, y la única vez que me animé a invitarla a tomar un café, rechazó el ofrecimiento con un marcado desdén. Los cambios fÃsicos acentuaron su desinterés. Una sola vez se detuvo unos segundos ante mi escritorio y me dijo: “estás locoâ€, sugiriendo, sin dudas, que mi transformación no le agradaba. En otra oportunidad le dijo con sorna a otro compañero: “No le saquen la tijera del escritorio, a lo mejor la usa para algo provechosoâ€, aludiendo, inequÃvocamente, al crecimiento de mi cabellera. Otra vez nos cruzamos frente al ventanal de la oficina, y dijo, mirando hacia afuera: “Qué espléndidos esos colores azules y grises del cieloâ€, señalando indirectamente que rechazaba las camisas lilas y rojas que habÃa empezado a usar. Yo anhelaba ser otro por ella, pero me convencà que los cambios en mi apariencia no eran el camino. Decidà entonces vestirme como la hacÃa antes, y rebajar el corte de mi pelo. Pero ella seguÃa sin brindarme una mayor atención. DebÃa intentar otros cambios. Encontrar ese ‘otro’ que a ella le agradara. Intenté tener una pose más intelectual. Me dediqué con mayor afición a la lectura. AparecÃa en el trabajo con varios libros bajo el brazo, y los colocaba intencionadamente a la vista de todos arriba de mi escritorio. Aprovechaba cualquier intercambio de palabras con ella para meter un bocadillo que la ilustrara sobre mis nuevos conocimientos. Cuando nos saludábamos al empezar la jornada, yo describÃa con algunos versos de conocidos poetas cómo se habÃa presentado el dÃa. Ante un dÃa luminoso decÃa, por ejemplo: “Hoy el dÃa tiene un resplandor de cobre, como escribió Borgesâ€. Si llovÃa, recordaba unos versos de un poema de Tuñón: “Llueve con furia, y uno piensa en los maremotos que se han tragado tantas espléndidas islas de extraños nombresâ€. Si la ciudad estaba cubierta por una espesa niebla, yo recordaba los versos de T. S. Eliot: “La niebla amarilla que se restriega el lomo en los cristales de las ventanasâ€. Estas acotaciones de sabidurÃa, no impidieron que tanto ella como el resto de los compañeros de trabajo me siguieran dejando fuera de las charlas informales en la oficina. No obstante, no cejaba en mi empeño, y me metÃa medio de prepo en las conversaciones. En correspondencia con mi intención de mostrarme intelectual, parafraseaba a algunos escritores para opinar sobre polÃtica, medio ambiente, deportes o lo que sea. Debo reconocer que quedaba casi siempre descolocado. Que en una conversación informal sobre el descreimiento en la clase polÃtica, yo citara a un sociólogo argentino diciendo que “la suerte de la democracia parece depender de los manejos interburocráticos gestados en la antesala del poder polÃtico†o que en una simple polémica por un partido de fútbol, yo afirmara que “no es extraño que los partidos desaten discusiones, porque hoy por hoy el fútbol le alcanza y sobra al gobierno como válvula de escape para los impulsos reprimidos de la genteâ€, provocaba gestos vulgares sobre lo que suponÃan eran sÃntomas claros de insanÃa. Desgraciadamente, ella no reaccionó favorablemente a este sesgo intelectual que habÃa asumido. Incluso una tarde, agarró uno de los libros de mi escritorio, se acercó a la ventana y aplastó literariamente a una mosca. Luego, como si nada, volvió a dejar el libro sobre el escritorio, sin limpiarlo de la mosca desfigurada sobre la tapa, y mirando con sorna me dijo ‘gracias’. Me di cuenta que la pose intelectual tampoco era el camino. Esa noche, en casa, prácticamente no dormà pensando qué opciones me quedaban, cuál podÃa ser el ‘otro’ que a ella le agradara. Me decidà por el travestismo. Me compré ropa de mujer, e incluso algunos cosméticos que dieran a mi cara una apariencia femenina. Cuando entré a la oficina con esa transformación provoqué risas y alguna que otra visible indignación por parte del personal. Monopolicé por dÃas los comentarios de compañeros y jefes. Pero noté en ella un cambio favorable. De a ratos me miraba y sonreÃa. Y una vez, al encontrármela en el ascensor, me miró a los ojos y dijo: “es usted muy valienteâ€. Esa frase me hizo dudar si el camino elegido era totalmente correcto. Quizás no era que habÃa dado en el clavo, sino que, como ella no tenÃa prejuicios, sólo trató de animarme ante la valentÃa de asumir una condición sexual que habÃa reprimido por el miedo de ser discriminado. Sentà terror de haberme equivocado en forma monumental, cerrando cualquier otra posibilidad de que me viera como un hombre, y es más, un hombre enamorado. Comprendà que el paso previo y necesario para ser el ‘otro’ que ella esperara, era ser franco; esperarla a la salida de la oficina y que me escuchara. Actué de esa manera. La esperé en la vereda, la aferré del brazo y le dije que era imperativo que le hablara. La brusquedad no impidió que ella aceptara, asà que nos cruzamos a una plaza cercana y nos sentamos en un banco. Le dije sin preámbulos: estoy enamorado de usted. Ella se rió y me preguntó: porqué esa ropa. Comprendà que el amor hace patético al hombre. Le dije que buscaba ser el ‘otro’ que le despertara sentimientos que se correspondieran a mi amor. Y que asà fui cayendo en el ridÃculo. No hay ‘otro’, ahora me doy cuenta, le dije. Soy el mismo que le ha sido indiferente, pero que la ama. Ella sonrió, y dijo con una sonrisa que “quizás podemos llegar a congeniarâ€, frase que se encontraba a medio camino de mis expectativas y del fracaso. Me aferró la mano, y me dijo que no volviera más a la oficina con cosas raras, y mucho menos vestido con ropa de mujer. Yo asentà y ella agregó: “esa ropa de mujer, déjela para usarla en alguna ocasión más privada; úsela sólo para mÃâ€. Y al verla con una sonrisa más marcada, descubrà su amor, y que quizás no estuve tan equivocado en marchar por los caminos intrincados de mis transformaciones para arribar a un sÃ.
LA CRUCIFIXIÃ’N DE NIETZSCHE
-¡Por favor! ¡Están crucificando a Nietzsche!- grité.
– No me vengas con eso – respondió mi amigo Federico, con quien compartÃa una pensión muy cerca del centro de Buenos Aires -. Yo sólo tengo oÃdos para Hegel, para Kant, y te dirÃa que hasta para Marx, y además me agarrás en un momento de descanso, saboreando un café y leyendo unos cuentos de Asimov. Asà que no me jodas; menos con Nietzsche.
Él no entendÃa que no me referÃa al pensamiento de Nietzsche, con el que tenÃamos alguna que otra discusión, ya que para mà el alemán no se oponÃa a los pensadores de la Ilustración -y Marx coincidÃamos era la Ilustración, corregida materialmente-, sino que se trataba de una lÃnea filosófica en esa lÃnea, pero radicalizada, nihilista. Me referÃa al Nietzche real, el de unos 40 años, con un gran mostacho que prácticamente le ocultaba la boca, frente ancha, y el pelo corto pero abundante, peinado como con un jopo de izquierda a derecha, que desde la ventana veÃa estaban crucificando en una de las plazoletas de la 9 de Julio.
-¡Te digo que crucifican a Nietzsche en serio!- volvà a gritar, señalando con mi mano por fuera de la ventana.
Federico apoyó el libro en el piso, y sin levantarse del sillón, me respondió: “Dejate de joder, no me pienso levantar, ¡¿cómo van a estar crucificando a Nietzsche?! ¡¿Estás en pedo?!â€.
-No, no estoy en pedo, boludo – respondÃ-. VenÃ, asomate y decime si no es Nietzche al que están crucificando.
Federico, con desgano, se acercó a la ventana y se quedó unos segundos congelado, sin poder creer lo que estaba pasando.
-Es imposible- dijo casi en un murmullo. Y agregó: “Parece Nietzsche, pero no puede ser Nietzsche. Aunque están crucificando a alguien que parece Nietzsche. ¡Y Cómo puede ser que estén crucificando a alguien en plena Buenos Aires!â€.
-No tengo idea, pero aunque Nietzsche haya muerto hace como 99 años, te dirÃa que estoy seguro que se trata de Nietzsche. No puede haber alguien tan igual.
Y agregué: “Bajemos a verâ€.
Federico dudó unos segundos. Trató de encontrar alguna explicación lógica: “Debe ser una teatralización del vÃa crucis o algo asÃ, y en lugar de alguien parecido al estereotipo de Cristo, pusieron a otro parecido a Nietzsche…â€.
Yo volvà a insistir con mi teorÃa: “Pero no ves que ni siquiera está desnudo o con un taparrabo. Está con un traje similar a los que se usaban a fines del siglo XIX. Y si es una teatralización, es muy buena, porque de acá se puede ver la sangre goteando de las manos y los pies perforados por clavosâ€.
Sin argumentos que oponer, y también por curiosidad, Federico acordó que bajáramos a ver.
Corrimos hasta la plazoleta, y al llegar habÃa unas diez personas alrededor de la cruz. Verdaderamente la persona clavada parecÃa Nietzsche, y no habÃa nada de teatro. Aunque no gritaba ni se quejaba, podÃa verse en su cara el dolor. Las diez personas que estaban alrededor eran las responsables de haberlo clavado a una cruz, porque tenÃan martillos, maderos, clavos, una escalera, y manchas de sangre en sus manos y ropas que seguramente brotaron de las heridas causadas en el cuerpo del crucificado.
-¡Viste que era Nietzsche! – le dije a mi amigo.
Las personas que estaban alrededor asintieron. Uno me respondió: “Claro que es Nietzscheâ€.
Mi amigo se vio obligado a replicar: “Pero, ¡¿cómo va a ser Nietzsche?! Nietzche murió hace una pila de décadas, casi un sigloâ€.
-No sea iluso – le respondió uno de los responsables del crimen-. No se da cuenta que es Nietzsche. Usted no leyó acaso su teorÃa del eterno retorno. El alemán tenÃa razón, a Nietzsche lo encontramos acá en Buenos Aires, vivito y coleando, y por eso lo tuvimos que crucificar. Nos pareció que era la mejor muerte que le podÃamos dar, porque a pesar de su Anticristo, él admiraba a Jesús, sólo odiaba la religión que se creó en su nombre.
-No me venga con teorÃa – exclamó Federico -. Conozco bastante del pensamiento de Nietzsche, pero a mà no me va a hacer creer que Nietzsche revivió acá en Buenos Aires, y además, aunque éste sea un loco que se cree Nietzsche, cómo van a cometer un crimen, cómo van a crucificar a alguien.
-Pregúntenle si tienen dudas, todavÃa está vivo, se van a dar cuenta que no mentimos. Él es Nietzsche, y no hay que correr el riesgo que se repita otra vez la historia, que dentro de treinta o cuarenta años tengamos acá en el paÃs un régimen como el nazi, cuyos fundamentos no hubieran sido posibles sin Nietzsche, porque hoy no fuimos capaces de actuar… Usted lo ve en la cruz, este Nietzsche revivido andará por los cuarenta años, y a sus cuarenta años todavÃa no habÃa terminado de escribir Asà hablaba Zaratustra; si ahora muere hay una esperanza de que todo no se vuelva a repetir…
Yo intervine: “Ustedes están locos. Mi amigo tiene razón. Cómo van a crucificar a alguien. Aunque sea Nietzsche, y más por ser Nietzsche, cómo lo van a crucificar…
Mientras Federico se acercó a la cruz, y mirando a la cara al desgraciado que agonizaba, le preguntó: “¿Usted es Nietzsche?â€.
El tipo, que en verdad era igualito a Nietzsche, asintió, y con esfuerzo dijo: “Soy Nietzscheâ€. Habló en castellano, pero con indudable acento alemán.
-Vieron que era Nietzsche – nos volvió a decir la persona que habÃa justificado ese acto infame que estaban cometiendo.
-Que él diga que es Nietzsche, no quiere decir que lo sea – respondió Federico. Insisto que ese tipo no puede ser Nietzsche y que ustedes están locos.
-¡Por favor, bájenlo de la cruz! – grité – . Traten de remediar esta barbaridad.
Las diez personas responsables del crimen empezaron a rodearnos, y a levantar la voz.
-Si siguen jodiendo les va a pasar lo mismo- dijo uno.
-Ustedes lo deben haber estado apañando todos estos años- dijo otro.
-No ven que es justo lo que estamos haciendo, los locos son ustedes -gritó otro más.
Federico empujó a uno que lo increpaba, gritando: “¡Están locos!, cómo van a sacrificar a una persona. Estamos en un paÃs democrático, no en Irán…â€.
-Los vamos a denunciar ya mismo – grité.
Uno de los tipos que nos acosaba hizo señas al resto para que nos agarraran y gritó: “Ustedes no van a denunciar a nadieâ€.
AsÃ, en pocos minutos, apoyaron nuestras espaldas a los maderos de dos cruces, nos sujetaron fuertemente de manos y piernas, y empezaron a clavar.
El dolor de los clavos perforando músculos y nervios fue insoportable, y más todavÃa cuando sentimos que la carne se desgarraba por el peso del cuerpo cuando elevaron las cruces y las clavaron a la tierra, a los costados de la cruz donde agonizaba el que se parecÃa a Nietzche.
La similitud con la crucifixión de Cristo y los dos ladrones era indudable.
Todo era una pesadilla fantástica, pero desgraciadamente real, aunque tampoco entendÃamos cómo no se acercaban otras personas o la policÃa para liberarnos de esta locura. Buenos Aires a veces es asÃ, y más en estos tiempos en que a nadie le importa lo que le pasa al otro.
La pérdida de sangre, no sé por qué razón, fue aminorando el dolor, aunque de a poco me sentÃa desfallecer.
Federico me gritó: “¡No te preocupés, alguien nos va a salvar en cualquier momento. Esto no puede estar pasando!â€.
-Yo les empecé a gritar a los verdugos: “Hijos de puta!! Bájennos de acá, hijos de puta…!
De pronto el que se parecÃa a Nietzche, me miró de costado, y dijo: “No hay remedio, lamentablemente no hay remedioâ€.
-Cómo que no hay remedio? – le respondÃ. Esto es una locura, alguien nos tiene que sacar de manos de este grupo de locos…
Y le pregunté: “Porqué lo crucificaron, qué les hizoâ€.
El tipo respondió: “Ellos tienen razón, yo soy Nietzscheâ€.
-Pero cómo va a ser Nietzsche- le dije. Al verlo yo mismo me confundo, es igualito, pero es imposible que usted sea Nietzsche.
Federico acotó: “Si usted es Nietzsche yo soy Mahoma. ¡Están todos locos! Usted y todos esos hijos de puta que nos crucificaronâ€.
El que se decÃa Nietzche habló: “Yo sé que esto es muy extraño. Yo mismo cuando escribÃa sobre el eterno retorno no pensé en esto, en esta burla del destino. Yo me referÃa a otra cosa. SabÃa que la idea era una carga muy pesada, porque le mostraba a los hombres que descansaba sobre sus actos una responsabilidad insospechada: un error que retorna no es lo mismo que un error que no tiene atributo de eternidad. Exaltaba al hombre, fortalecido de sacarse el peso de la dicotomÃa de la vida y la muerte. Yo pretendÃa la destrucción del tiempo, no su repetición. Pero, bueno, en algunas cosas estaba equivocado, y terminé apareciendo en este paÃs en cierta medida acostumbrado a repetir todo lo que le ocurre…
Y agregó: “Quizás al morir le estoy haciendo un gran favor a este paÃs… quizás… “. Luego calló; entró en la inconsciencia que antecede la muerte.
MÉTODO MORELLO PARA NO SEPARARSE
Nos amaremos en silencio. Comeremos en silencio. Nos vestiremos en silencio. Nos llamaremos por teléfono sólo para escuchar nuestra respiración.
Asà lo habÃamos acordado. No hablar.
Era estúpido. Muy estúpido. Pero nuestra relación se habÃa ido deteriorando y como última alternativa antes de separarnos ella propuso que sigamos juntos conviviendo tres meses en absoluto silencio.
Lo de darnos una chance no me parecÃa mal, pero lo del silencio me parecÃa un delirio.
“¿Por qué?â€, le pregunté.
Y allà me enteré que últimamente venÃa leyendo unos libros de alguien parecido a un psicólogo, un tal Parlo Morello. Libros de autoayuda, de acuerdo a la clasificación de las editoriales. En verdad venÃamos tan mal que yo ya ni sabÃa qué carajo leÃa.
Morello, aparentemente, habÃa construido toda una teorÃa del silencio, algo asà como que la sociedad moderna le ha dado demasiada importancia a la palabra porque en realidad hay muy poco qué decir. El hombre vive tan enajenado por cosas materiales que la palabra pasó a ser algo asà como el tul que esconde la realidad. El placebo. Hablar y hablar como para aparentar que uno está bien, pero en realidad, hablar y hablar porque no hay nada importante por decir y compartir. De allà el silencio. Usarlo para todo. Para mejorar el trabajo, para descubrir lo que uno quiere, para saber lo que se siente y… para mejorar la pareja.
Se han escrito tantas boludeces, desde los Evangelios por lo menos, que atender una más me daba lo mismo.
Si ella pensaba que era un camino aconsejable, lo tomarÃa. Después de todo no tenÃa claro si querÃa separarme o no. A lo mejor Morello y mi mujer tenÃan razón y el silencio ayudarÃa a redescubrir esas cosas por las que en un momento nos enamoramos.
Los primeros dÃas la cosa no estuvo mal. Después de todo yo era, de los dos, el más hosco e introvertido. No hablaba tanto, a diferencia de lo que pensaba Morello. Mi mujer era la que le daba mucho a la parla y reconozco que terminaba cansando. Tanto bla bla bla muchas veces me perdÃa y terminaba en realidad haciendo que la escuchaba pero en la cabeza los pensamientos divagaban por otros andariveles.
Poder andar por la casa haciendo lo que se me cantara sin escuchar a mi mujer al principio no me desagradó. Hacer el amor en silencio, tampoco. Era como que coger se convertÃa en un hecho casi mecánico y menos trabajoso. Nada del parloteo previo, las gansadas del te quiero y el cuchi cuchi. Al palo y a la bolsa. Los hombres, en general, no tenemos tantas vueltas con el amor. Por todo esto el silencio, por un tiempo, no resultó incómodo. Pero el silencio, tarde o temprano, puede aturdir más que las palabras. Es como esa tortura china medieval de la gota cayendo en forma constante sobre la cabeza de un condenado. Parece una tortura menor, pero termina siendo de las peores que alguien puede soportar. Ese silencio continuo en la casa, entre nosotros, cada vez más se me hacÃa insoportable.
-Paremos un poco con esto del silencio- le dije un buen dÃa, cansado del método Morello. Las cosas mejoraron un poco, pero si seguimos con esto del silencio me voy a volver loco.
-Mirá- me contestó. Morello escribió que se necesitan seis meses de silencio para empezar a hablar nuevamente y retornar de a poco a una relación mejor. Asà que todavÃa faltan cuatro meses.
-¿Estás en pedo? Primero me dijiste tres meses y ahora salÃs con seis. Cuatro meses más es una eternidad. Si ya el amor es algo complejo, qué puede saber Morello de cuántos meses se necesitan para que su método, de por sà extraño, de resultados. ¿Querés que compre un loro para hablar con alguien? Yo asà no puedo seguir.
-Mirá, yo voy a respetar los seis meses. Si verdaderamente querés que recuperemos nuestro amor hacé el sacrificio y aguantate cuatro meses más. Estoy segura que Morello tiene razón, y además estaré convencida de tu amor si hacés el sacrificio de no hablarme por cuatro meses más.
Como no querÃa que me culpara después de no haber hecho el esfuerzo por evitar el divorcio, le dije que sÃ, a pesar de mis reparos y que sabÃa iba a costar muchÃsimo no hablarle por varios meses más.
Y asà siguió la cosa. Como dos mudos habitando en una misma casa. Me contenÃa y no le hablaba, pero esto cada vez me afectaba más y estaba en un grado de stress y nerviosismo que si me hubiera encontrado cara a cara con el tal Morello le hacÃa tragar sus libros y también las obras completas de Freud.
En realidad yo ya habÃa perdido la cuenta de cuánto faltaba para terminar esa especie de “voto de silencio†benedictino que me habÃan impuesto.
Un buen dÃa, cuando regresamos a la casa del trabajo, ella me sonrió y anunció: “¡ya podemos hablar!â€.
Esperó que yo le respondiera con alegrÃa, que la abrazara, que le dijera que la amaba.
-¡Andate a la reputa madre que te remil parió!- le grité sin pensarlo, sin contener la bronca reprimida que venÃa acunando por el método Morello.
A los pocos dÃas nos divorciamos.
EL LOBO
Me despierto sobresaltado a las 3 de la madrugada. Queda como único rastro de la pesadilla la imagen de un lobo resoplando cerca de uno de mis oÃdos. Me asquea pensar –aunque sea en un lugar alejado de la vigilia- que puedo ser alimento para el estómago de una bestia salvaje.
Cierro los ojos y trato de tranquilizarme. Vuelvo a dormir, esperando que esta vez abrace un sueño agradable.
A las 5 sin embargo me vuelvo a despertar sobresaltado. En la conciencia atrapo como única imagen otra vez el mismo lobo de la pesadilla anterior, esta vez con sus colmillos hundidos en mi cuello.
Tienen razón los que dicen que la paciencia del lobo es infinita.
UN DIOS BONDADOSO
Estoy acostado en mi cama, con la luz apagada, pero sin dormir. Y sé que un ojo me mira. Porque siento una mirada fija, clavada en mi rostro. Me siento un animal indefenso, pequeño, acechado por un felino, por un animal salvaje. Pero sin miedo. No tengo miedo. Después de todo, estoy en mi casa. En la casa que habito hace muchos años.
Estoy solo, es verdad. Perdà a mi mujer hace un tiempo, unos seis meses. Y no tuvimos hijos. Por eso, el hecho de estar en casa, mi lugar conocido, impide quizá el miedo. Y el hecho de haber perdido a mi mujer, a quien tanto amaba, y no tener hijos, refuerza la sensación de no estar atemorizado. Después de todo, ¿por qué voy a tener miedo? ¿Qué tengo para perder? ¿Miedo a la muerte? El dolor que arrastro por haber quedado solo, hace que no tema a la muerte. Sin miedo, pero acechado por un ojo. ¿De quién? ¿Por qué?, me empiezo a preguntar. ¿El ojo es mi mujer? ¿Su fantasma? ¿No es algo asà como mi conciencia? ¿La culpa por haberla perdido?
Su muerte fue irremediable. Una enfermedad incurable. Pero… ¿Quizá no hubiera podido hacer algo? ¿Haber probado con otros médicos, derivarla a otros centros de salud más tecnificados? No sé. El ojo me mira y el peso de su mirada domina el cuarto. ¿Y si el ojo es una especie de cámara del futuro? ¿Una persona que cientos de años adelante en el tiempo está sentada ante su máquina portátil del tiempo, hurgando el pasado? Y que por azar cayó en este cuarto y me mira. Y quizá se está preguntando ¿quién es ese tipo?, ¿qué está pensando?
Si asà fuera, no me cuesta nada explicarle, y aunque esta especulación es muy delirante, de ciencia ficción, me pongo a hablar, a explicar quién soy, por qué estoy solo en el cuarto…
Al rato de hablar al ojo, a ese ojo-cámara del futuro, quizá, empiezan a caer gotas en mi rostro. Sin dudas, lágrimas. Lágrimas del ojo-cámara, lágrimas de ese tipo del futuro emocionado por mi soledad, por mi historia. Y en cierta medida ese llanto me consuela, me hace sonreÃr. Por eso exclamo: “¡Gracias hombre del futuro! ¡Gracias por compadecerte!â€
De pronto escucho una voz, una voz que no es de un tipo. Una voz que dice:
-Soy yo boludo…
Es mi mujer. Mi mujer visitándome de la muerte. ¡El ojo era mi mujer!
-Y por qué llorás- le pregunto.
-Porque tus palabras confirman cuánto me amabas.
-SÃ, es verdad. Te amaba y ahora me siento muy solo. Y allá, ¿estás bien? -le pregunté.
-Adaptándome -dijo dubitativa.
-¿Adaptándote a qué? -pregunté otra vez.
-Y… El cielo no es como una imagina. Se supone que uno va a ser feliz, va a hacer las cosas que no pudo hacer en la tierra… Es todo muy raro.
-¿Por qué raro?
-No te lo puedo contar. No me dejan… como no me dejan hacer muchas cosas…
– ¡¿Qué?! ¡¿Uno no hace lo que quiere en el cielo?!
-No… Nada que ver. Hay que cumplir con muchas cosas -dijo otra vez en forma enigmática.
-¿Me extrañás? -le pregunté.
-SÃ y no.
-¿Cómo que sà y no?
-Te extraño a veces. Extraño el sexo, las conversaciones, el compartir el almuerzo o la cena, los momentos juntos. Pero a veces no quisiera que termines acá. En esos momentos no te extraño o no quiero extrañarte.
-Pero… ¡¿Qué corno es el cielo?! ¡¿Por qué no me podés contar?!
-Y te dije, no puedo… ¡Ay!…
-¡¿Qué te pasó?!
-Nada… Un ángel nomás. Uno de esos que nos controlan y que me pegó con una regla en la mano…
-¡¿Cómo que te pegó con una regla?!
-SÃ, nos tratan como a chicos. Me permitieron hablarte, pero sin hacerla larga ni avanzar mucho en detalles, menos del cielo… ¡Ay!
-Ahora… ¡¿Qué pasó?!
-Me volvió a pegar… Quiere que la corte…
-Pero… ¡¿Quién carajo se cree que es, guardián hijo de puta…?!
-A quién le dice hijo de puta…
-¿Quién habla?
-Yo, el guardián hijo de puta -dijo con ironÃa-. Soy un ángel, asà que más respeto. Sino, le digo al trompa y te quedás fulminado en la cama…
-Pero… ¡Dejá a mi mujer tranquila! ¡Vos y el trompa se van a la reconcha de su hermana!… ¡¿Quiénes se creen que son?!
-Mirá, humano insignificante -dijo en forma despreciativa-. No te hagás el machito que te hago fulminar.
-¡¿Qué vas a fulminar vos?!
-Yo no, pero el trompa sÃ.
-¿Quién es el trompa?
-Imaginate, viejo, imaginate…
-Para ir a ese cielo de mierda que mortifica como a un chico a mi mujer, me importa un carajo dios. Te repito, vos y tu trompa me chupan un huevo. Y animate a fulminarme que cuando llegue allá te cago a trompadas…
-Calmate, amor, calmate -intervino mi mujer-… ¡Ay!…
-¿Otra vez te pegó? -le pregunté.
-SÃ, otra vez.
-¡No le pegués más!
-Me tenés podrido, humano insignificante. Esperá, que llamo al trompa… ¡Ya vas a ver!… -dijo amenazando.
-Mi amor, ¿estás ah�
-SÃ. Pero tengo miedo por vos. No tendrÃas que haber hablado asÃ. ¿Mirá si viene dios ahora y te mata?
-¡Qué venga ese desgraciado! ¡¿Cómo te van a tratar as�!
-¿Me escucha? -dijo otra voz.
-¿Usted es dios?
-SÃ. ¡Qué ganas de joder! Con todo lo que tengo que hacer, me vienen a molestar por una boludez.
-Mire, si usted es dios, y supuestamente dios es bueno y bondadoso… ¡¿Cómo le van a pegar con una regla a mi mujer?!… Sin hablar de que el cielo, según sugiere mi mujer, es una porquerÃa…
-¡Humano ignorante! ¿Usted sabe a cuántos humanos me digno a hablar? Prácticamente a ninguno. Ni al Papa le doy pelota. ¡Y tiene el descaro de cuestionar!
-Mire, ya de por sà yo no era creyente. Y aunque ahora sepa que existe, prefiero hacerle la contra y seguir viviendo como si no existiera. Es preferible que dios no exista, a tener un dios injusto.
-¡¿Ah, s�! ¿Usted no sabe que los caminos de dios son insondables? ¿Nunca agarró la Biblia o un catecismo? ¿Qué sabe si soy justo o injusto?
-Si le hace pegar a mi mujer reglazos. ¡A una mujer! No sólo es injusto, es un hijo de puta, aunque no sé si tiene madre. ¡Pegarle a una mujer! Hay que ser cobarde…
-¡Ja!… ¡Gran cosa su mujer!
-¡¿Cómo que gran cosa mi mujer?!
-SÃ. ¿Se cree que es fácil lidiar en el cielo con todos ustedes? Humanos creÃdos, que creen merecerse todos sus deseos. Yo soy dios. Hago lo que quiero. Yo los creé. Yo dispongo qué es lo mejor o peor para ustedes. Y a su mujer, si quiero, le pego los reglazos que me de la gana si lo creo adecuado. Y usted no me joda, que si se me canta lo mando para el otro lado… O sea, para éste…
-Mire, haga lo que quiera. Esta charla no tiene sentido. Páseme con mi mujer, que es lo único que me importa.
-¡Ma sÃ! Si querés a tu mujer, te la mando de vuelta…
-¡SÃ! ¡SÃ! ¡Por favor, dios! ¡Se lo pido!
-¡Ah! ¡Ahora te ablandaste! ¡Ahora te hacés el respetuoso! ¡Por favor…! ¡Por favor…! -dijo burlándose-. ¡Dios, las pelotas! ¡Irrespetuoso! Para que te mande de vuelta a tu mujer vas a tener que decir algo más que por favor…
-¡Cualquier cosa! ¡¿Qué quiere que le diga?!
-¡Ah! Se te fueron las Ãnfulas, humano infeliz.
-SÃ… SÃ…. Lo que usted diga. Soy un humano infeliz e insignificante, indigno de besarle los pies, un despojo, una basurita en medio de sus dedos, una bacteria, una hormiga, un pobre y miserable tipo, un…
-Pará… Pará… No te hagás ahora el arrastrado, el chupamedias…
-Tiene razón. Lo que usted diga. ¿Qué quiere? ¿Qué hago? Lo que usted quiera. Deme a mi mujer. Déjenos vivir un tiempo más juntos y morir juntos. O que yo muera antes. No soporto esta soledad.
-DÃgame un par de padrenuestros y se la mando, que estoy muy ocupado.
-Pero… ¿Qué es esto? ¿Una confesión? Ya ni me acuerdo el padrenuestro. Apenas si fui a la iglesia hasta los ocho años…
– ¿Y el ave marÃa? Asà de paso quedo bien con la vieja…
-Menos.
-Mire. Estoy cansado de esta charla. ¿No se acuerda ninguna oración? Me siento magnánimo. Si se acuerda alguna oración le devuelvo a su mujer, sino, se jode.
-Espere… Espere… ¿Y si le invento una? TendrÃa incluso más valor que repetir como un loro algo aprendido…
-Bueno, le doy esa oportunidad. Pero tiene que ser buena. No me va a ve

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